Marieke Vervoort

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«Tengo los papeles de la eutanasia desde 2008, pero todavía disfruto cada instante. Cuando el momento llegue, cuando tenga más días malos que buenos, para ese día estoy preparada. Pero ese tiempo aún no ha llegado».

Marieke Vervoort tiene 37 años, y desde hace más de 20 sufre una enfermedad degenerativa incurable. Tiene la mitad inferior del cuerpo paralizada, visión reducida al 20%, ataques epilépticos. Hay noches que el dolor apenas le deja dormir.

En definitiva, Marieke cada día está más estropeada, cada día tiene peor calidad de vida. Cada día le acerca más a la muerte (como a todos, sí, pero de manera más evidente y cruel). Hasta tal punto siente ella esa transición, que ya sacó hace años su billete de ida al otro lado. Lo tiene a buen recaudo, para utilizarlo cuando a ella le parezca bien. ¡Qué barbaridad, “cuando a ella le parezca bien”! Cómo si ella fuera dueña de su propia vida, dirían algunos.

Marieke participó en los Juegos de Londres, y hace poquito en los de Río. Entre ambos, consiguió 4 medallas olímpicas. Está acostumbrada al entrenamiento duro, a la máxima exigencia. Y al éxito a través del sufrimiento. Se levanta por la mañana (se levantaba, tras Río dejó la competición), sabedora de que va a tener que sufrir. Esa es la vida del atleta profesional. Si no hay sufrimiento, no hay mejora. Resistir, aguantar el dolor. Eso está en los mismos genes del deportista de élite. Está en los genes de Marieke.

Pero de pronto en casa siente una punzada que le atrofia el cuerpo y le sacude el alma. No tiene descanso, no conoce tregua. Cada día es una lucha contra su condición. Y una incertidumbre de cuándo y dónde vendrá el siguiente ataque. Por lo visto tiene terribles quemaduras en las piernas, hace un par de años sufrió un ataque epiléptico y le cayó encima una cacerola con agua hirviendo.

Marieke maneja bien el sufrimiento deportivo, a través de él se ha convertido en una de las mejores del mundo. Ese dolor se convierte en su aliado. Le da la mano, lo sabe gestionar, y gracias a ello lucha por la victoria. Pero el otro dolor, el inesperado, el arbitrario, ese es más jodido. Ese le embiste sin avisar, y no tiene recompensa.

«Por haber firmado los papeles de la eutanasia muchas personas piensan que quiero morir, pero no es así. Los firmé porque entonces tenía mucho dolor, y no quiero vivir así. Lo que quiero es disfrutar de todos los pequeños momentos».

Quizá esta chica quiere tener listas las maletas no porque no le guste vivir, sino precisamente por todo lo contrario. Porque ama la vida. Porque sus genes competitivos le empujan a tener el desenlace en su mano, no en mano del contrario. Porque su final es lo único que ella puede controlar y, por tanto, es lo único que es. Ella es cómo transcurra (y, por tanto, también cómo finalice) su vida. Y hay una cosa segura: nadie tiene derecho a decirle en qué momento puede dejar de sufrir.

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