El Capitán Manonegra

El Capitán Manonegra era su archienemigo. Por eso sabía que siempre podía contar con él. Porque era su fiel adversario, su más íntimo competidor. Un antagonista inseparable e insustituible.

En el fondo su rivalidad albergaba altas dosis de admiración mutua, ambos lo sabían. Pero eso no quería decir que no lo diesen todo en el campo de batalla. Oh no, muchacho… Cuanto más grande el rival, más dulce la victoria.

De modo que en cuanto le veía medio despistado, salía de entre las sombras y perpetraba su ataque. La embestida era máxima desde el principio, sin contemplaciones. A tumba abierta. Se lanzaba en plancha a por su oponente vociferando su grito de guerra:

¡SHALON!

En ese momento el Capitán sabía que tenía serios problemas. Intentaba reaccionar, claro, pero era demasiado tarde. Ese maldito renacuajo le pillaba siempre desprevenido. Se le echaba encima como un torito bravo y le ganaba por sorpresa el primer asalto. Eso sí, Manonegra era perro viejo y sabía que la batalla no había hecho más que empezar…

Así que esperaba su momento, y se revolvía con habilidad. ¿Qué creías… que sería tan sencillo, Padawan? Ahora estás a mi merced, ¡MUA-JA-JA…! Y le propinaba una cosquillada terrible. Las risas del pequeño guerrero no disimulaban su cabreo por ir perdiendo la contienda. Intentaba ponerse serio, pero era incapaz. Maldito seas, Capitán.

El chiquitín luchaba y luchaba, incansable. No se rendía, porque no era el desenlace lo que le motivaba, sino la ilusión de seguir luchando. Y eso al padre le llenaba de orgullo, le daba la sensación de estar enseñándole algo, y al mismo tiempo, de estar aprendiendo de él.

Y el pequeño lo pasaba en grande jugando con su padre. Caía y se volvía a levantar, siempre listo para otro asalto. Buscando maneras de vencerle, rebotando una y otra vez contra el sofá, o la cama. En cualquier sitio encontraba un resorte para volver y seguir dando guerra.  

En los periodos de tregua, cuando el padre le observaba leyendo sus cuentos de dinosaurios o disfrazado de superhéroe, le invadía una sensación de paz interior. A veces se sorprendía pensando que ese chiquillo le definía más como persona que cualquier otra cosa que hubiese hecho en su vida. El padre era, en cierta manera, a través del hijo.

Hasta que el pequeño guerrero volvía a caer sobre él en el momento menos pensado…

¡ISTALON!

Gritaba, lanzándose a su cuello sin compasión. Y se enganchaba como un monito, balbuceando frases de conquista y venganza, muerto de la risa. Morirás, Capitán Manonegra, JA-JA-JA, le decía antes de ser zarandeado y cosquilleado sin remedio. ¡Me las pagarás!

El Capitán tenía doble trabajo. Por un lado, naturalmente, tenía que doblegar a su adversario. Pero por otro debía mantenerle a salvo de picos, enchufes, mesas de cristal y demás obstáculos que pudieran aparecer en el camino.

Al final, el combate terminaba en algo parecido a un empate. Existía un equilibrio de fuerzas, una suerte de principio cósmico que dotaba a cada uno de su momento de gloria, y al mismo tiempo de su cuota de vulnerabilidad. Por ello, el chico recurría a veces al Ataque Definitivo para deshacer las tablas.

Cogía su avión de combate, se encalomaba a la cama, a una silla o a lo que tuviera a mano, y lanzaba su mirada terrible. Oh, no… Al Capitán, siempre tranquilo y confiado, de pronto no le llegaba la camisa al cuello. Mal asunto…

Entonces el muchacho saltaba implacable, lanzando un formidable ataque aéreo al grito de

¡ALTITUTU!

El Capitán hacía lo que podía, pero a esas alturas las fuerzas estaban ya muy justas…

Terminada la batalla, se quedaban un rato tumbados en la cama, exhaustos, comentando los pormenores del combate. Viendo cómo el pequeño avión sobrevolaba lentamente sus cabezas. Porque mientras charlaban, el chico seguía en su mundo de fantasía. Seguramente imaginando que esa conversación que mantenía con su padre se producía en realidad a bordo del avión, a miles de metros de altitud.  

DÉCADAS DESPUÉS

Los pasillos de la residencia se extendían ante él como testigos mudos de tiempos pasados. El eco de sus pasos resonaba, envolviéndole en un universo de melancolía y soledad. Y de niebla. La niebla del maldito Alzheimer. 

Desde hacía dos años su padre libraba una batalla contra el olvido. Los momentos compartidos, las risas, los abrazos, se habían ido borrando poco a poco, como huellas en la arena. Al principio no eran más que pequeños despistes, errores mínimos que no significaban nada.

Pero los días se sucedían, y cada amanecer traía un nuevo episodio de retrocesos y descuidos. Los objetos cotidianos se volvieron enigmas, las palabras familiares, laberintos. Su mundo interior se hizo cada vez más pequeño e inaccesible. Hasta que todo lo que quedó fueron enormes lagunas, que cambiaron su naturaleza y se llevaron su esencia.

La decisión de ingresarlo en la residencia no fue fácil, pero llegó un momento en que no podían tenerle en casa porque era un peligro, sobre todo, para sí mismo. Necesitaban que alguien le cuidase en todo momento, requerían de manos expertas.

Llegó por fin a la sala de visita, y encontró a su padre sentado junto a la ventana, con la mirada perdida. Se sentó a su lado y le cogió la mano. Otros días le contaba cosas de los niños o del trabajo. O de La Liga. Pero ese día no tenía demasiadas ganas de hablar.

Permaneció unos minutos con él, mirándole a ratos. Le asaltaban pensamientos que reconocía de inmediato como egoístas. Mirando su rostro desdibujado y hueco, pensaba que si su padre supiera lo que significaba para él, lo que había sido (y siempre sería) en su corazón y en su mente, tendría la decencia de reaparecer y despedirse como Dios manda.

Enseguida ahuyentaba esas ideas, avergonzado. Ese hombre lo había sido todo para él, y ahora era el momento de estar a la altura. De apoyarle incondicionalmente y quererle, aunque en realidad ya no fuera él. De sujetarle a este lado tanto tiempo como fuera posible.

Se quedó unos minutos más, recordando sus juegos y conversaciones. Y algunas discusiones y desacuerdos también. Lo bueno y lo malo, porque en realidad todo era bueno.
Hasta que llegó la hora de marchar.

Le dio un beso en la frente y se dirigió hacia la puerta, pensando en algunos recados que tenía que hacer antes de ir casa. Llegaba ya al pasillo, cuando oyó un murmullo a su espalda. Se dio la vuelta lentamente.

  • ¿Papá? – preguntó, como quien habla con un espíritu.

Siguió un suspense en forma de pausa.  

  • ALTITUTU – dijo finalmente el anciano. Esta vez se oyó nítidamente.

Con los ojos como platos, el hijo fue al encuentro de su padre. Se sentó de nuevo frente a él y le cogió las manos. Y a sus oídos llegó entonces el ruido lejano de una avioneta que sobrevolaba la residencia. Enseguida la divisó a través de la ventana.

Volvió la cara hacia su padre, y se vieron. Se vieron por primera vez en mucho tiempo. Ahí estaba, de nuevo. Su mirada de siempre, profunda e inteligente. Su pose de galán de cine.
Le había encontrado de nuevo.

  • Hola, Padawan – le saludó, como si hubiesen pasado dos minutos desde la última vez.  
  • ¡Papá!

¡Le tenía otra vez! Le había atraído hacia este lado, no sabía por cuánto tiempo, pero no importaba. Ahora podía estar con él, gracias a un vínculo indestructible en su memoria, una conexión entre los dos forjada a través de mundos de fantasía que habían compartido hacía media vida.

Aprovechó para contarle todo lo que no había podido decirle, le entraron las ganas de hablar de golpe. Le habló de sus nietos, de su familia, de sus amigos. De cuánto le echaban todos de menos. Le informó de los resultados de la Champions y del tenis.  

Y, aunque su mirada poco a poco se fue perdiendo de nuevo en la oscuridad, pudo comunicarse al fin con su padre. Y el padre, una vez más, vivió a través del hijo…

Cuando salió de la residencia tenía el cuerpo agitado y le temblaban las manos. Necesitaba hablar con alguien, quería compartir todo lo que había sucedido. De alguna manera, contarlo terminaría de hacerlo real. No sabía si volvería a hablar con su padre alguna vez, pero ese rato que habían tenido era un regalo que valía por toda una vida.

Al cabo de unos minutos su mente empezó a experimentar una cierta claridad. De pronto el cúmulo de sensaciones y sentimientos confluyeron en uno solo. Empezó a sentir la necesidad imperiosa de estar con sus hijos.

De habitar con ellos su mundo de fantasía, de reír juntos y lanzarles por los aires.

De ser su Capitán Manonegra. 

Nuestro lugar secreto

El otro día recogía tranquilamente los trastos de los niños en el salón, un martes por la noche, cuando algo llamó mi atención. Entre coches de juguete, piezas del Catán, y restos de anacardos, encontré unos dibujos de Martina. En uno de ellos había escrito “Nuestro lugar secreto”. En cuanto lo vi, supe que le dedicaría unas líneas.  

El relato estaba ahí, esperando. Sacado de un dibujo de una niña de siete años, encontrado de casualidad… Punto de partida cojonudo. Pero… ¿sobre qué iría? ¿Cuál sería la historia tras ese gran título?

Fue pocos días después, sin pensar demasiado en ello, cuando me vino directo a la cabeza. Ese lugar no es ahora, no es un escondite físico. No se trata del dónde, sino del cuándo. Si te escondes en el espacio te pueden encontrar, pero donde no te encontrarán jamás es en el tiempo. Ahí te puedes esconder para siempre. Nuestro lugar secreto es un recuerdo común.

Todos lo tenemos en la memoria, es ese momento que vivimos juntos. Nadie puede encontrarnos allí, pero tú y yo sabemos dónde está. Podemos volver y vernos allí siempre que queramos. Siempre que lo necesitemos.

Te acuerdas, ¿no? Es ese instante del que nadie más sabe. Es único porque, incluso aunque lo contemos, nadie puede acceder a él. Solo nosotros.

Seguro que estás pensando ya alguno, ¿a que sí?… Ese día de grandes carcajadas, o cuando nos apoyamos el uno en el otro para sufrir juntos. Ese viaje, esa noche. Ese pecadillo. Esa historia que nos conectó, y que, aunque no escondemos, nadie conoce realmente. Lo que me hiciste sentir aquel día no lo sabría explicar aunque quisiera. Nuestro secreto está a salvo.  

Sucedió en otro sitio, en otro tiempo. En vidas pasadas. Y puede suceder de nuevo en cualquier momento. Es un patrimonio de nuestra exclusiva propiedad, nace y muere con nosotros. Instagram no tiene nada que hacer, porque no nos conecta una foto, sino una emoción. Ese es el ladrillo con el que construimos nuestro escondite. Y cuanto más grande la emoción, más sólido es el refugio.  

A veces no somos capaces de llegar solos, necesitamos que nos acompañen. Que nos lleven de la mano porque, por lo que sea, hemos olvidado el camino. Pero cuando llegas es como si no te hubieras ido nunca. Y siempre prometes volver pronto.  

No sé lo que estaba pensando Martina cuando lo escribió, pero gracias a ella ahora le puedo poner nombre a esa sonrisa que se nos dibuja cuando recordamos a las personas que nos inspiraron, que nos emocionaron.  

Es nuestro lugar secreto.

Las pasiones

De todas las cosas que proyecta una persona, lo más curioso son sus pasiones. Y lo son por su naturaleza irracional. Las pasiones no se eligen, sencillamente son, están. Son auténticas e inevitables. No dependen de una promesa o de una recompensa.

Un tipo que esté loco por el golf, por ejemplo. La mayor parte del día estará escupiendo blasfemias demoniacas…

Llegará al campo con su driver nuevo y su polo de Under Armour recién planchado. Ante él se abre una alfombra verde de posibilidades, una proposición indecente de engañar al destino, aunque solo sea por unas horas… Pero cuando asoma la cabeza por el hoyo dieciocho está irreconocible. Descamisado y vencido. Los ojos huecos, la mirada perdida. Abandonado y panzudo. Desahuciado.

No salió del bosque en todo el día. El driver no lo rompió a ostias contra un árbol porque lo detuvo el compañero. Perdió más bolas de las que llevaba en la bolsa y maldice todos los días que practicó este deporte.

Y aquí viene lo genial: a los 2 días le ves cogiendo los palos otra vez, con una sonrisa de oreja a oreja. Porque es su maldita pasión, porque el resultado, lo quiera o no, no importa tanto. No jugamos para conseguir una buena tarjeta. Sencillamente, jugamos.

Otro buen ejemplo es el aficionado del Atleti. Cómo le explicas a ese paisano, desde un punto de vista racional, que es socio de un equipo que perdió dos finales de Champions en el último minuto, y otra más en los penaltis. Que lo más bonito de su equipo es sufrir más que el resto de equipos. ¿Qué hacemos nosotros? Sufrimos mejor. Ah…

Ese tipo verá a su gran rival ganando Champions de todos los colores, con su contador siempre a cero. Verá cómo su equipo juega en segunda no una, sino dos temporadas. Verá rayos C brillando en la puerta del Metropolitano…

Pero se pone la camiseta rojiblanca para ir a ver a su Atleti, y de pronto parece un superhéroe. Gane o pierda, habrá partido, y eso es lo que cuenta. Es su pasión, y las pasiones se disfrutan a pesar de las consecuencias. El marcador es un elemento más, entre otros muchos. Lo que importa es la batalla.  

Sé lo que estás pensando, Michael Jordan o Rafa Nadal también sienten pasión por sus deportes. O Picasso por la pintura, o Ferran Adriá por la gastronomía. Y ellos triunfaron.

Es otro tipo de pasión, no lo confundas. Estas pasiones que yo te digo son amargas e improcedentes, son amores no correspondidos. No vuelven a ti en ninguna forma, son energía perdida. Si te dan la gloria, entonces ya estamos hablando de otra cosa. Estas son pasiones entendidas como un camino de espinas, como un sentimiento de amor y sufrimiento conjuntos e indivisibles, como la pasión de Cristo.

Sí, se sabe mucho de las personas por sus pasiones… Por los proyectos en los que invierten su tiempo, buscando una conquista que nunca llega. Porque, para ellos, para nosotros, en la persecución es donde está el disfrute. El proceso es lo que cuenta, el proceso de fracasar una y otra vez, buscándolo sin éxito, amándolo sin conseguirlo. La felicidad es la esperanza de la próxima vez.

Mañana volveremos a coger ese driver, volveremos a ponernos la camiseta del Atleti.

Y quién sabe…

Mientras riamos juntos

Ella puede estar metida en el agua, haciendo piruetas, una mañana entera. Por eso le llamo la Sirenita. Como está fuertota, atlética, a veces para provocarla le digo “Sirenota”. Ella se enfurruña, pero cuanto más grande es el enfado, más cerca está de explotar de la risa. Cuanto más la empujo hacia un cabreíllo de artificio, más en el bote la tengo. Todo termina (y empieza) con una buena cosquillada.

A él solo le falta tener ruedas en vez de piernas. Ama los coches, ve coches en las formas de las nubes y de las patatas fritas. Solo sabe hablar de “vehículos”, y disfruta como un enano desparramándolos por toda la casa. En cuanto intuye el modo juego, se lanza a por mí con su grito de guerra y trata de reducirme. Su carcajada es tan contagiosa que la Sirenota y yo enseguida rompemos a reír con él.

Cuando ríen los dos a la vez es como cuando escuchas una canción de la infancia y te quedas parado unos segundos, descifrándola. La emoción llega al cerebro antes que la música. Cualquier cosa que te teletransporte a cuando eras niño es un pequeño milagro, porque te permite ser quien realmente eres. Estamos tan escondidos debajo de nuestros prejuicios que hemos perdido nuestra esencia. O la hemos ocultado bajo un manto de gilipollez. Ellos, esas risas desdentadas, esa inocencia maravillosa, nos rescatan de nuestro exilio.

Se da la vuelta a la tortilla entonces, y son tus hijos los que te cuidan a ti. Los que te dicen, con ese sonido hipnótico, que todo va a estar bien. Que no te preocupes tanto, hombre. Relájate. Hay esperanza. Te has metido demasiado en el papel, te has puesto una corbata y te has venido arriba. Respira porque mientras riamos juntos, la inflación no importa un carajo. Tus hijos enseñándote a ti lo que es la vida.

Y no es solo algo emocional o espiritual, qué va. También es una cuestión empírica. Hay estudios científicos que lo demuestran: esas risas tienen efectos fisiológicos reales, te hacen liberar serotonina, endorfinas y todas esas hormonas chulas. Disminuyen la ansiedad y el estrés, mejoran la circulación y te quitan el dolor de cabeza. Si hay una fórmula de la felicidad, esas risas son la constante en la ecuación.

Y ahora viene la tercera entrega, el fin de la trilogía. Un tercer jugador, jugadora en este caso. Vaya movida, pasar por todo otra vez, from the beginning. Me quedo pensándolo un momento, con la mirada perdida. Pufff… madre mía. ¿Seremos capaces?

Y entonces oigo de nuevo las risas…

La ciudad denostada

Últimamente me he reencontrado con la ciudad de Madrid. Viajo todas las semanas a la capital, y al caer la tarde me pierdo por sus calles (y por sus bares). Trabajo solo, como diría Harry El Sucio, el disfraz de lobo solitario nunca me ha incomodado. Te concede tiempo y te da libertad para observar. Eres el espía de un cuadro costumbrista.  

Mi paseo inicia en Huertas, y según pongo el pie en la calle, resuenan en mi cabeza los clichés de siempre, las clásicas frases lapidarias. “Madrid es demasiado grande”, “Madrid es una ciudad estresante”, “qué mal se vive en Madrid”.

Sigo por Espoz y Mina y llego a Sol, donde lo primero que veo es una lona enorme con un anuncio de la Costa del Sol. Permanezco en mi conversación interior, en la que, por el momento, prefiero no intervenir. La contaminación, los precios por las nubes, la especulación. Pufff… es que no hay por dónde cogerla. Las prisas, las colas, las aglomeraciones. Menuda ciudad…

Subo Preciados y llego a Callao. Es un lugar especial, porque en la gran pantalla sobre los míticos cines, proyectan una pieza publicitaria a la que tengo un cierto cariño. La miro, y echo un vistazo a mi alrededor. Veo gente de toda naturaleza y condición, de todas las edades y procedencias. Un tipo con tatuajes saca a pasear a un perro diminuto, una mujer mayor camina con gesto concentrado, una pareja joven se hace un selfie erótico-festivo. La cantidad de personajes por metro cuadrado es extraordinaria: el macarra, el perroflauta, el snob, el intelectual, el truhán. Y dos lesbianas muy majas, que me guiñan un ojo desde la distancia.    

Decido bajar por Trujillos hasta la Plaza de las Descalzas, ¿por qué estaré disfrutando tanto de este maldito paseo? Da igual, porque la paliza a Madrid continúa en mi cabeza: el tráfico está desbordado, es una maldita vergüenza. Y la inseguridad… Aquí no hay calidad de vida. El coste de una vivienda es prohibitivo, y las calles están hechas una porquería…

Desde luego, un paisano que no la conociese diría que Madrid es un auténtico infierno. Pensaría seguramente que los madrileños son personas cabreadas e infelices, demasiado ambiciosas como para disfrutar de la vida, y demasiado tontas como para no haberse largado hace tiempo. Castigadas por el ruido, por la delincuencia y por Pedro Sánchez.

Y si te fijas, Madrid nunca responde a estas provocaciones. Yo no la oigo al menos. Porque Madrid lo aguanta todo, ha aprendido a no tomarse a sí misma demasiado en serio. No tiene playa, por ejemplo, y se ríe de ello. Acepta sus defectos, encaja los golpes y palante. No tiene tiempo para discutir.

Llego a un bar en la calle Arenal y pido una cerveza. Creo que he criticado a Madrid yo, exactamente igual, más de una vez. Esta puta ciudad… Sin embargo, hoy estoy disfrutándola sobremanera. Llevo hora y media recorriéndola solo, meditabundo, observador. No hay duda, tiene algo.

De hecho, creo que los detractores de Madrid y yo tenemos algo en común: esta ciudad está incrustada en nuestros mejores recuerdos. La mejor juerga de nuestra vida nos la corrimos aquí. Acabó aquí al lado, por cierto, en Ópera, con unos churros. Y la primera vez que nuestro paladar salió entusiasmado de un restaurante, fue también aquí.  

El teatro lo descubrimos en Madrid y hemos corrido diezmiles por esta ciudad que ni el correcaminos. Hemos visitado a Turner y los maestros en El Prado y hemos visto jugar a Zidane en el Bernabéu. Salimos por La Latina, Moncloa, Malasaña o Avenida de Brasil más de lo estrictamente necesario. Fuimos a conciertos y a manifestaciones, montamos despedidas de soltero épicas. Aquí disfrutamos como enanos, porque todo se magnifica en Madrid, porque Madrid lo abarca todo.

Madrid es Sabina, Quevedo, Garci y Hemingway. Es Mecano y Ana Belén, la Puerta del Sol y la de Alcalá. Es un tango, y un bolero. Y una Zarzuela. Cualquier estilo viste Madrid y a ella le sienta bien casi todo.

Y ese terraceo de cerveza y tapa es muy Madrid. Y la tienda de barrio de toda la vida, pero también la discoteca de moda. Madrid es un estreno de cine lleno de glamour y una exposición de fotografía underground. Un café lleno de folklore y el abono anual del Auditorio Nacional. Y si buscas una oportunidad profesional, en Madrid es muy probable que la encuentres.

Madrid es arquitectura y deporte. Política y música. Literatura y arte. Historia.  

Y a una calle adoquinada en la que brillan luces y sombras, llega el sonido de una fiesta cercana, a la que por supuesto estás invitado. Porque Madrid es generoso, en Madrid cabemos todos. Todos estos que veo ahora en mi condición de espía trasnochado, tomando mi cerveza. Estos salmantinos, asturianos, murcianos, peruanos y gringos… son todos madrileños.

Actores vs. Figurantes

Enciendes. Insultos, amenazas, odio, cinismo. Apagas.

Miras a tu alrededor, sacudes la cabeza. No es posible.  

Enciendes. Fanáticos, sectarios, ridículos, farsantes. Propaganda nauseabunda. Apagas.

¿Pero qué es esto? Si aquí sobre todo lo que hay es buena gente. Un tipo que te cede el paso en la puerta del súper, una mujer que sonríe cuando oye a tu hijo hablar con su lengua de trapo. Tu vecino, que se toca la cabeza a modo de saludo cuando os cruzáis sacando la basura. Qué pasa entonces…

Enciendes. Un miserable justifica una agresión a un niño, un mediocre te alecciona desde su púlpito de auto concedida superioridad moral, una analfabeta iracunda se carga las causas que dice defender, un putero reparte maletines. Un trilero bate el récord mundial de mentiras.  

Hemos perdido el foco.

Estamos contemplando la falsificación en lugar del original, estamos viendo el partido de los suplentes. La película de los figurantes. De los que deberían estar detrás, haciendo bulto. Actores malos y poco interesantes, los de relleno. Se han apoderado del plano y han dejado a los verdaderos protagonistas sin foco. Sin argumento.

Nadie quiere ver a un histérico escupiendo soflamas trasnochadas. No estamos en eso. Si apagas y sales un rato a dar un paseo, te das cuenta enseguida. Todos queremos, en lo esencial, lo mismo. Buscamos lo mismo. Y no somos buenos o malos en función de lo que las mentes decrépitas del segundo plano determinen. ¿Te va a dar a ti cualquier indocumentado el carnet de buena persona? ¿De buen actor? Amosnomejodas…

Necesitamos a los protagonistas en escena otra vez. Nos urge. Con la inspiración a tope y los focos bien encima.   

A ese chaval que está aprendiendo a tocar la guitarra, al paisano que saca a pasear a su galgo y después continúa escribiendo su novela. La mujer de múltiples facetas que es fuerte por toda su familia. Son ellos, sí, los ves a diario. Lo que hacen tiene a menudo una motivación que nace de la bondad. Juegan al basket con los amigos, recogen a los nietos del cole, sacan adelante su negocio. Se dejan el alma. Son creativos, amables, aventureros. Ríen y lloran, porque sienten, porque no son de cartón-piedra. Trabajan duro, madrugan. Salen por ahí. Se forman. Superan obstáculos a diario y construyen historias que valen la pena.   

Son mucho mejores que los figurantes. Más preparados, más inteligentes y más útiles. Tienen más recursos, y sobre todo, mucho más que contar. Pero corremos el riesgo de que acaben creyéndose su papel de secundarios. De convertir esta anomalía pasajera en una realidad permanente. Sería muy triste que un actorucho de tres al cuarto le dijese a Leonardo Di Caprio dónde se tiene que colocar en la escena, qué tiene que decir, cómo debe reaccionar. Quién debe ser. Sería trágico que los figurantes, que están ahí solo para dar cierta profundidad al plano, acabasen escribiendo el guion, dirigiendo la película, y definiendo la naturaleza de los verdaderos actores.

No debe ocurrir, no debemos dejar que ocurra.  

Los malos escritores

Mucho ojo con decirle a un mal escritor que te ha gustado su libro. Te lo agradecerá despreocupado, como si no fuera con él la cosa. Le restará importancia, limitándose a devolverte la cortesía con elegancia. Sonrisa impostada y gesto sereno.

Pero no engaña a nadie. Por dentro no lleva una procesión, lleva una banda de música entera, con trompetas y tambores. El interior de su cuerpo es como un local clandestino en mitad de una rave. Patalea, ríe, salta, grita “te lo dije” como un poseso y se da palmadas en el pecho.    

Le acabas de alegrar el día. Porque un mal escritor escribe para eso. Los que dicen que escriben para sí mismos, mienten. Eso sería una pérdida de tiempo. Escribes porque lo necesitas, sí, pero tus líneas no existen hasta que alguien las lee. Solo en ese momento nacen. Y en el caso del mal escritor, el 99% de las veces nacen muertas.

Por tanto, si encuentras ese 1% acabas de descubrir la aguja en el pajar. Y mientras el mal escritor escucha en su cabeza la melodía de la Champions, tú ignoras lo que está pasando. Has tropezado de manera fortuita con algo que vale la pena. Has dado con la genialidad de una forma accidental, has llegado a la belleza por una vía insospechada. Has burlado a Twitter, Facebook, Tripadvisor y Filmaffinity. Esquivaste la recomendación. Tu camino no se ha construido sobre el camino de otros. Llegaste sin mapa. 

Escuchaste a un mal pianista interpretando un clásico en versión ragtime, y te pareció genial. Aplaudiste un gol por la escuadra de un mal futbolista en un partido de solteros contra casados. Degustaste una receta de un mal cocinero y se te saltaron las lágrimas. Viste un cuadro de un mal pintor que te dejó sumido en una reflexión maravillosa.

Encontraste algo inesperado. Y las páginas que leíste te gustaron, te emocionaron. No importa que el autor no salga en ningún ranking, que no tenga un superventas en Amazon. Por alguna razón, lo que hizo te pareció mágico. Y tienes hasta miedo de leerle más, por si te decepciona. Cuando lo que deberías sentir es gratitud por haber presenciado ese milagro. Con Muñoz Molina cualquiera acierta.

Y el mal escritor encaja tu halago como si nada, en un enternecedor esfuerzo por aparentar naturalidad. Ja-ja-ja, sí, muy bien, no tiene importancia. Ja-ja-ja. Todo bien, todo en orden… Pero sus manos tiemblan, porque a base de aporrear un teclado lograron transmitir algo.

Y gracias a ese cumplido tuyo seguirá escribiendo porquerías hasta que logre emocionarte otra vez.

Pequeño sinvergüenza

Cuando jugamos al escondite siempre se esconde en el mismo sitio. No es capaz ni de estarse un poquitín callado. Me espera murmurando, y en cuanto entro por la puerta suelta una tremenda carcajada. Porque lo divertido para él es que le encuentre, y no se puede aguantar los nervios. Le recojo y nos vamos juntos a buscar a su hermana.

Con el juego de la oca es peor aún. Cuando le toca el turno, coge no solo el dado, sino también las fichas. La suya y la mía. Y lanza las 3 cosas al tablero con su grito de guerra. Yo tengo que memorizar en cada jugada la posición de cada uno para poder continuar. Me gana por lo menos la mitad de las veces.

Siempre pregunta por su madre y su hermana. Pregunta por ellas hasta cuando están delante. Yo las señalo, y él me mira con cara de pillo, como diciendo “era para ver si estabas atento, hombre”. Después vuelve a preguntar por ellas. Siente una adoración extrema por las dos.

En cuanto oye la canción country de Cars, coge a Rayo McQueen y a Mack y empieza a dar vueltas con ellos alrededor de la mesa, soñando con la película. Cuando termina la canción se detiene melancólico y me pide con la mirada que la ponga otra vez.

Otras veces aparece en el salón empujando una gran caja de coches que tiene y me pide que juegue con él. Pero entonces cojo un coche de carreras chulo, y me lo quita muy serio. “Ete no”, me dice. “Ete”, y me da una furgoneta desconchada. Él juega con 7 bólidos y yo con la furgoneta. Y si me vengo demasiado arriba, me la quita también. 

A veces merodea por la cocina después de cenar, a ver qué pilla. Un poco de salchichón sale entonces de la nevera y acaba en sus manos. “El ulti”, le digo. Él asiente y se va, pero tarda un minuto en regresar. Ulti-ulti, dice levantando el índice. Después vienen ulti-ulti-ulti y todos sus derivados.

Cuando le mando a dormir sale corriendo como una flecha. Le encuentro subido en mi cama, esperándome para la batalla. Es un torito bravo, pero de momento aguanto sus envites. Le hago unas cosquillas, pero él se recupera y acaba doblegándome. Cuando me ve muy apurado, me perdona la vida y me da un besito. Después vuelve a huir muerto de risa, esta vez hacia el salón. Vamos y volvemos 4 o 5 veces.

Antes de dormir se bebe su peso en agua. Me pide algunos coches y los coloca cuidadosamente en la cama como si fuera una exposición. Después me da un abrazo, ofreciéndome el cabezón para que le bese la frente.

Supongo que todos los padres sienten algo parecido. Pero al mirarle tengo la certeza de que dentro de ese cuerpín de guerrero, de esa cabeza de loco y esa mirada limpia, está lo mejor de mí.   

La alegría perdida

No es de ahora. Me lo lleva diciendo desde hace años un amigo que vive fuera. Cada vez que viene a Madrid encuentra en la gente tristeza, una melancolía latente que se adueña de los espacios, que viaja en el metro y descolora el día a día.

Nos hemos levantado hace media hora de una tempestad, y ahora nos ha derribado un huracán. Una película apocalíptica donde los rostros esconden sus heridas de guerra tras una máscara y el desencanto con todo lo que nos rodea es definitivo. A saber qué dirá mi amigo la próxima vez que pase por aquí.

Es difícil sonreír cuando te ves obligado a cerrar tu negocio o cuando te quedas en la puta calle (bajo la forma jurídica que sea). O cuando toda esta locura afecta en alguna medida a tus hijos, o a tus padres. Y más aún, claro, cuando pierdes a alguien a quien quieres. Hay un punto de no retorno que para mí siempre estuvo lejos. Ahora ya no. 

Estamos metidos en la escena de encajar el fracaso, de pasear a cámara lenta por el laberinto de nuestra derrota. Es ese momento duro, impregnado por un estado de ánimo que invita a la rendición. O que por lo menos siembra serias dudas sobre el futuro. El otro día salí con mi mujer y lo vimos claro. Viento, frío, día gris. Poca gente en la calle, pocas risas. Silencios. Verjas echadas. Mascarillas merodeando sin un propósito, sin una sola certidumbre a la que agarrarse. Un cuadro de depresión.  

Lo malo es que esta secuencia puede durar años. Si contamos desde 2008, décadas. En una película rápidamente sale de nuevo el sol. Aquí no. Aquí nos vamos a comer la canción nostálgica durante mucho tiempo.

No digo que no venga bien zambullirse en la tristeza, puede ser terapéutico incluso. Puede ser un desahogo necesario. Pero no podemos esperar a que vuelvan los buenos tiempos para ser felices. Nuestra mente necesita sentir que disfruta hoy. No en 2030, si es que entonces podemos vivir en paz. Ahora, en este momento. Somos más viejos y apreciamos más el tiempo. No nos podemos permitir el lujo de esperar.  

De manera que habrá que intentar disfrutar en el caos. Es la única manera. Recuerdo una película argentina donde alguien hablaba de la crisis y otro contestaba “¿cuándo no hubo crisis?”. Si este es el nuevo estado natural de las cosas, habrá que encontrar en él la ilusión. De niño, cuando empezaba a fallar todos los golpes, mi padre siempre me decía: “vuelve a los básicos”. Vuelve a los básicos… Quizá sea una respuesta.

Volver a apreciar cosas que dábamos por hechas. Bajar un poco del tren de la tecnología, de la inmediatez. Dejar de ser niños caprichosos. Mirarnos más a los ojos, qué sé yo. Cada uno lo encontrará a su manera. Cada uno tendrá sus básicos. Una ducha caliente, un filete con patatas, una conversación con tu madre. Un beso de tu pareja. Un libro, una película. La risa de tus hijos. Una cerveza fría. Tocar el piano. Contactar con mi amigo, que hace años que no veo. Volver a escribir.   

Algunas cosas te emocionaron la primera vez, pero te acostumbraste a ellas. La repetición les acabó restando valor, dejaron de ser especiales. Debemos encontrarlas de nuevo, encontrar la alegría para seguir siendo quienes somos. Y debemos encontrarla mirando dentro de nosotros mismos.

Porque está claro que de fuera no va a venir.

Consejos para un hijo

Consejos_Nico

A todo padre le llega la sensación de que su vida ha cobrado de pronto un sentido nuevo. Su experiencia se ha convertido de la noche a la mañana en algo útil, en una partida de prueba para su descendencia. La vida de los hijos empieza secretamente cuando nacen sus padres. Ellos son el prólogo, la introducción. La escena inicial que contextualizará la película.

Ahora eres un budita feliz que me mira sonriente y no tiene más necesidad que unos buenos pechos. Pero quiero escribirte este par de consejos antes de que se me olviden, Nico.

Ahí van.

  1. Cualquier objetivo a largo plazo te parecerá inalcanzable. Desmenúzalo primero en pequeños pasos. Cada uno de esos pasos es perfectamente conseguible.
  2. La mayoría de tus problemas vendrá de bloqueos mentales o emocionales, están dentro de ti. Por tanto los puedes resolver.
  3. Lo más importante en la vida es el tiempo, es la medida de todo. El dinero es solo un medio para conseguir disfrutar del tiempo. Si no aprovechas tu tiempo serás infeliz.
  4. Que no te moleste la arrogancia de los demás. Si mis cálculos son correctos, vas a ser mejor que el 99% de la gente. Busca a tus amigos entre el 1% restante.
  5. Infórmate bien, no caigas en la trampa de sacar conclusiones precipitadas. Hay muchos temas complejos que no se resuelven con una frase. No te dejes engañar por cualquier fantoche con una pancarta.
  6. No te pases el día mirando el móvil como un capullo.
  7. No seas demasiado radical en tus posturas. Salvo cuando tengas que serlo.
  8. Trata igual a todas las personas, sin importar sexo, raza, religión, tendencias sexuales o inclinaciones políticas. Por la misma lógica, no aceptes lecciones morales de nadie por el hecho de pertenecer a un subgrupo de cualquier de esos grupos.
  9. Respeta a la gente mayor que tú, especialmente a tus abuelos. Y, sobre todas las cosas, respeta a mamá. Tu madre es sagrada.
  10. Trata bien a las chicas, intenta ser un caballero. Si tienes tentaciones de comportarte como un cabrón, piensa en tu hermana.
  11. No te desesperes, persevera. La vida siempre te da otra oportunidad.
  12. En determinados momentos te invadirá una profunda tristeza. Que no te preocupe, es normal.
  13. La belleza está en muchos momentos y en muchos sitios. En el día a día, en las pequeñas cosas. Esfuérzate en encontrarla.
  14. No menosprecies el esfuerzo de los demás, especialmente si son más lentos, más débiles o más limitados en cualquier aspecto que tú.
  15. Vas a cagarla muchas veces. No te sientas culpable, trata de aprender y no cometer el mismo error dos veces (lo harás). Tu capacidad de recuperación es lo que te diferenciará de los demás.

Algún día hablaremos de hombre a hombre de por qué sabiendo que estos consejos eran buenos, ambos hicimos todo lo contrario al menos una vez. Tomaremos una cerveza y brindaremos por nuestros errores. Y yo seré cada vez más el prólogo, y tú cada vez más serás la historia.

En lo que llega ese momento, disfrutaré el tiempo viendo crecer a mi budita feliz.