El Capitán Manonegra

El Capitán Manonegra era su archienemigo. Por eso sabía que siempre podía contar con él. Porque era su fiel adversario, su más íntimo competidor. Un antagonista inseparable e insustituible.

En el fondo su rivalidad albergaba altas dosis de admiración mutua, ambos lo sabían. Pero eso no quería decir que no lo diesen todo en el campo de batalla. Oh no, muchacho… Cuanto más grande el rival, más dulce la victoria.

De modo que en cuanto le veía medio despistado, salía de entre las sombras y perpetraba su ataque. La embestida era máxima desde el principio, sin contemplaciones. A tumba abierta. Se lanzaba en plancha a por su oponente vociferando su grito de guerra:

¡SHALON!

En ese momento el Capitán sabía que tenía serios problemas. Intentaba reaccionar, claro, pero era demasiado tarde. Ese maldito renacuajo le pillaba siempre desprevenido. Se le echaba encima como un torito bravo y le ganaba por sorpresa el primer asalto. Eso sí, Manonegra era perro viejo y sabía que la batalla no había hecho más que empezar…

Así que esperaba su momento, y se revolvía con habilidad. ¿Qué creías… que sería tan sencillo, Padawan? Ahora estás a mi merced, ¡MUA-JA-JA…! Y le propinaba una cosquillada terrible. Las risas del pequeño guerrero no disimulaban su cabreo por ir perdiendo la contienda. Intentaba ponerse serio, pero era incapaz. Maldito seas, Capitán.

El chiquitín luchaba y luchaba, incansable. No se rendía, porque no era el desenlace lo que le motivaba, sino la ilusión de seguir luchando. Y eso al padre le llenaba de orgullo, le daba la sensación de estar enseñándole algo, y al mismo tiempo, de estar aprendiendo de él.

Y el pequeño lo pasaba en grande jugando con su padre. Caía y se volvía a levantar, siempre listo para otro asalto. Buscando maneras de vencerle, rebotando una y otra vez contra el sofá, o la cama. En cualquier sitio encontraba un resorte para volver y seguir dando guerra.  

En los periodos de tregua, cuando el padre le observaba leyendo sus cuentos de dinosaurios o disfrazado de superhéroe, le invadía una sensación de paz interior. A veces se sorprendía pensando que ese chiquillo le definía más como persona que cualquier otra cosa que hubiese hecho en su vida. El padre era, en cierta manera, a través del hijo.

Hasta que el pequeño guerrero volvía a caer sobre él en el momento menos pensado…

¡ISTALON!

Gritaba, lanzándose a su cuello sin compasión. Y se enganchaba como un monito, balbuceando frases de conquista y venganza, muerto de la risa. Morirás, Capitán Manonegra, JA-JA-JA, le decía antes de ser zarandeado y cosquilleado sin remedio. ¡Me las pagarás!

El Capitán tenía doble trabajo. Por un lado, naturalmente, tenía que doblegar a su adversario. Pero por otro debía mantenerle a salvo de picos, enchufes, mesas de cristal y demás obstáculos que pudieran aparecer en el camino.

Al final, el combate terminaba en algo parecido a un empate. Existía un equilibrio de fuerzas, una suerte de principio cósmico que dotaba a cada uno de su momento de gloria, y al mismo tiempo de su cuota de vulnerabilidad. Por ello, el chico recurría a veces al Ataque Definitivo para deshacer las tablas.

Cogía su avión de combate, se encalomaba a la cama, a una silla o a lo que tuviera a mano, y lanzaba su mirada terrible. Oh, no… Al Capitán, siempre tranquilo y confiado, de pronto no le llegaba la camisa al cuello. Mal asunto…

Entonces el muchacho saltaba implacable, lanzando un formidable ataque aéreo al grito de

¡ALTITUTU!

El Capitán hacía lo que podía, pero a esas alturas las fuerzas estaban ya muy justas…

Terminada la batalla, se quedaban un rato tumbados en la cama, exhaustos, comentando los pormenores del combate. Viendo cómo el pequeño avión sobrevolaba lentamente sus cabezas. Porque mientras charlaban, el chico seguía en su mundo de fantasía. Seguramente imaginando que esa conversación que mantenía con su padre se producía en realidad a bordo del avión, a miles de metros de altitud.  

DÉCADAS DESPUÉS

Los pasillos de la residencia se extendían ante él como testigos mudos de tiempos pasados. El eco de sus pasos resonaba, envolviéndole en un universo de melancolía y soledad. Y de niebla. La niebla del maldito Alzheimer. 

Desde hacía dos años su padre libraba una batalla contra el olvido. Los momentos compartidos, las risas, los abrazos, se habían ido borrando poco a poco, como huellas en la arena. Al principio no eran más que pequeños despistes, errores mínimos que no significaban nada.

Pero los días se sucedían, y cada amanecer traía un nuevo episodio de retrocesos y descuidos. Los objetos cotidianos se volvieron enigmas, las palabras familiares, laberintos. Su mundo interior se hizo cada vez más pequeño e inaccesible. Hasta que todo lo que quedó fueron enormes lagunas, que cambiaron su naturaleza y se llevaron su esencia.

La decisión de ingresarlo en la residencia no fue fácil, pero llegó un momento en que no podían tenerle en casa porque era un peligro, sobre todo, para sí mismo. Necesitaban que alguien le cuidase en todo momento, requerían de manos expertas.

Llegó por fin a la sala de visita, y encontró a su padre sentado junto a la ventana, con la mirada perdida. Se sentó a su lado y le cogió la mano. Otros días le contaba cosas de los niños o del trabajo. O de La Liga. Pero ese día no tenía demasiadas ganas de hablar.

Permaneció unos minutos con él, mirándole a ratos. Le asaltaban pensamientos que reconocía de inmediato como egoístas. Mirando su rostro desdibujado y hueco, pensaba que si su padre supiera lo que significaba para él, lo que había sido (y siempre sería) en su corazón y en su mente, tendría la decencia de reaparecer y despedirse como Dios manda.

Enseguida ahuyentaba esas ideas, avergonzado. Ese hombre lo había sido todo para él, y ahora era el momento de estar a la altura. De apoyarle incondicionalmente y quererle, aunque en realidad ya no fuera él. De sujetarle a este lado tanto tiempo como fuera posible.

Se quedó unos minutos más, recordando sus juegos y conversaciones. Y algunas discusiones y desacuerdos también. Lo bueno y lo malo, porque en realidad todo era bueno.
Hasta que llegó la hora de marchar.

Le dio un beso en la frente y se dirigió hacia la puerta, pensando en algunos recados que tenía que hacer antes de ir casa. Llegaba ya al pasillo, cuando oyó un murmullo a su espalda. Se dio la vuelta lentamente.

  • ¿Papá? – preguntó, como quien habla con un espíritu.

Siguió un suspense en forma de pausa.  

  • ALTITUTU – dijo finalmente el anciano. Esta vez se oyó nítidamente.

Con los ojos como platos, el hijo fue al encuentro de su padre. Se sentó de nuevo frente a él y le cogió las manos. Y a sus oídos llegó entonces el ruido lejano de una avioneta que sobrevolaba la residencia. Enseguida la divisó a través de la ventana.

Volvió la cara hacia su padre, y se vieron. Se vieron por primera vez en mucho tiempo. Ahí estaba, de nuevo. Su mirada de siempre, profunda e inteligente. Su pose de galán de cine.
Le había encontrado de nuevo.

  • Hola, Padawan – le saludó, como si hubiesen pasado dos minutos desde la última vez.  
  • ¡Papá!

¡Le tenía otra vez! Le había atraído hacia este lado, no sabía por cuánto tiempo, pero no importaba. Ahora podía estar con él, gracias a un vínculo indestructible en su memoria, una conexión entre los dos forjada a través de mundos de fantasía que habían compartido hacía media vida.

Aprovechó para contarle todo lo que no había podido decirle, le entraron las ganas de hablar de golpe. Le habló de sus nietos, de su familia, de sus amigos. De cuánto le echaban todos de menos. Le informó de los resultados de la Champions y del tenis.  

Y, aunque su mirada poco a poco se fue perdiendo de nuevo en la oscuridad, pudo comunicarse al fin con su padre. Y el padre, una vez más, vivió a través del hijo…

Cuando salió de la residencia tenía el cuerpo agitado y le temblaban las manos. Necesitaba hablar con alguien, quería compartir todo lo que había sucedido. De alguna manera, contarlo terminaría de hacerlo real. No sabía si volvería a hablar con su padre alguna vez, pero ese rato que habían tenido era un regalo que valía por toda una vida.

Al cabo de unos minutos su mente empezó a experimentar una cierta claridad. De pronto el cúmulo de sensaciones y sentimientos confluyeron en uno solo. Empezó a sentir la necesidad imperiosa de estar con sus hijos.

De habitar con ellos su mundo de fantasía, de reír juntos y lanzarles por los aires.

De ser su Capitán Manonegra. 

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