Era un garito con clase.
Se había puesto de moda durante la depresión del 2008, y albergaba eventos de todo tipo, desde bailes de fin de curso hasta festivales porno (a veces se parecían mucho). Su nombre real era Nine, pero lo llamaban “El Chalé”. A la gente guapa le gustaba dejarse ver por allí. Y, sin embargo, ahí estaba yo.
Entré caminando despacio, para disimular mis prisas por refrescar el gaznate. Me apoyé en la barra con chulería y le pedí un wiski a la camarera, que era 80% piernas. A mi izquierda, el camarero (otro adonis), charlaba con un individuo que debía conocer vagamente.
– ¡Coño Julián, cuánto tiempo! ¡No has cambiado nada! – le decía el tipo, cuerpo esculpido y larga cabellera.
– Hombre, con menos pelo… pero sigo igual, sí – contestó el tal Julián.
– El pelo, sí. Pero vamos, que te veo muy bien… – confirmó el guaperas. – Toma, aquí tienes tu cerveza – y alargó su musculoso brazo repleto de venas.
– Gracias. Entonces… ¿se nota lo del pelo dices? – preguntó el pobre hombre frunciendo el ceño.
– Discúlpame – dijo el culturista-camarero, y se volvió hacia una pechugona apostada en la barra junto a Julián. – ¡Y me alegro de verte!
Y así, sin más, lo liquidó. Seguía a pocos centímetros de él, pero ya ni aparecía en su campo de visión. Creo que antes de que Julián llegase a probar su cerveza, el camarero ya tenía el número y la dirección de la bella adolescente, y la matrícula de sus pechos.
Julián quedó solo y pensativo, palpándose la cabeza con inquietud. El tipo me necesitaba.
– A ver, enséñame la coronilla. – le dije, de primeras.
– ¿Cómo? – se sorprendió.
– Baja la cabezota, hombre – le pedí, apoyándome en su hombro. – Na, estás razonable. – dictaminé.
– ¿Pero tú quién coño eres? – inquirió ofendido, quitando mi mano de su hombro.
– Tranquilo, coño. Entre alopécicos hay confianza. – y me eché el pelo de la frente hacia atrás. – Mira que entradas.
– Vaya, no están mal – confirmó. – Vale, pero… ¿qué quieres decir con “razonable”?
– Que no estás tan mal.
– Pero ¿qué entiendes tú por mal?
– ¡Te obsesionas, Julián, cojones! Podría ser mucho peor. Hazme caso.
– No sé… Últimamente dejo la bañera llena de pelos. Me estoy empezando a preocupar.
– Pues no te preocupes o se te caerá el pelo – concluí. – Y si te ves muy mal, te rapas.
– ¡Cago en la puta! – volvió a su rostro esa expresión de alarma. – No digas eso… ¿Cuántas mujeres ves aquí hablando con calvorotas?
– No sé, veamos… – murmuré, echando un buen vistazo.
En efecto, eran pocas. Ellas charlaban en su mayoría con prodigios capilares. Se dedicaban a los greñudos, a los pelos cepillo, a las melenas rizadas o relucientes cabellos ondulados. Trabajaban al canoso interesante, al tiburón engominado… Crestas, flequillos, tupés, pelos de punta, había de todo. Pero los cartones bien cubiertos. Las frentes despejadas se movían en otra división. Solo unos pocos afortunados se colaban en el juego. Y ni que decir tiene que cortinillas, ensaimadas, monjes capuchinos y bolas de billar se pudrían en el banquillo. Ni los lacios translúcidos llegaban a rascar bola.
En este estudio de mercado andábamos, cuando se paró un tipo con gafas fashion y el pelo a lo afro a nuestro lado.
– Este va provocando – murmuró Julián, con gesto de desprecio.
– Lo sé, pero tranquilo – moderé, temiendo que le increpase solo por lucir pelaje. – No pierdas la calma…
– ¿Cómo te llamas? – me preguntó.
– Llámame Quentin.
– ¿Qué vamos a hacer, Quentin? – y su interrogante, revestido de melancolía y desesperación, quedó flotando en el aire como un perfume barato.
Pero justo entonces, apareció él. Salió a la pista y comenzó a bailar como pocos son capaces de hacerlo, con estilo, con clase. Con movimientos certeros y poderosos, que se fundían a la perfección con la música funky que sonaba. Llevaba un traje oscuro que le quedaba como un guante, era delgado y elegante. Y (lo que nos hizo estremecer) totalmente calvo. No le habíamos visto hasta ese momento, ¿dónde coño se había metido?
No importaba, allí estaba. Había venido a rescatarnos. Las mujeres se volvían para mirarle, los melenudos le envidiaban. En un momento dado, se agachó e hizo un rítmico movimiento circular, haciendo que los focos de la pista centellearan en su cabeza. Ante esa visión, un tipo atrapado por su calvicie que pasaba a mi lado se vino arriba y levantó su mano para hacer conmigo un high five lleno de andrógenos. ¡Síiiiii….!
Y Julián miraba maravillado a nuestro misterioso bailarín. Las caderas se le meneaban solas, ante la sola posibilidad de que ese tipo que encandilaba al Chalé, pudiera ser él algún día. Metido de lleno en su ensoñación, apoyó la cabeza en mi hombro y emitió un largo suspiro de admiración. Después, dijo la frase de la noche.
– Hay esperanza, Quentin…