Una copia de “El Grito” de Munch yacía en el suelo, con unas gafas de sol y un bigote pintarrajeados sobre la figura central. El Capitán Harry J. Coleman lo miraba con gesto circunspecto.
– Capitán, ¿quiere venir un momento? – se oyó decir al Teniente Joe McCormick desde la habitación contigua.
Coleman avanzó entre esculturas griegas y muebles art-decó de roble macizo, hasta la posición de McCormick, que dialogaba con un tipo pequeño y nervioso.
– Este es el Capitán Coleman – informó McCormick al individuo.
– Buenos días, Capitán – dijo el tipo, hablando tan rápido que Coleman apenas pudo entenderle.
– ¿Es usted el propietario de este inmueble? – le preguntó el Capitán en tono formal.
– Sí, esta es mi choza, mi casa, Capitán, vivo aquí, es mío, el inmueble me pertenece, lo compré, lo adquirí, es caro pero tengo dinero, soy rico, pudiente, por eso lo compré, hice una buena oferta, irrechazable… – el individuo articulaba las palabras a velocidad de vértigo. Coleman se vio obligado a intervenir.
– ¡Está bien, está bien! – le cortó. – Entendido, el piso es suyo. Le agradecería que a partir de ahora contestase sencillamente sí o no.
– Claro, claro, claro, claro, claro…
– ¡Basta! Sí o no, ¿recuerda? – pidió Coleman. – Bien… ¿Cuál es su nombre?
– No es ni sí ni no, Capitán. No me llamo sí, no me llamo no… No puedo contestarle con sí o no, porque…
– ¡¡Nombre!! – gritó McCormick, perdiendo la paciencia.
– Me llamo Webosky, Henry Webosky, ese es mi nombre, mi madre me llamó Henry, ignoro por qué, lo ignoro, de verás…
– Dios mío… – se desesperó Coleman ante la verborrea del anfitrión. – Está bien, está bien – trató de calmarse. – Tengo una facilita. Diga sí o no, solo una vez, ¿de acuerdo? Bien… ¿Estuvo aquí ayer noche un tipo llamado Mr. Smoke?
– (tratando de dominarse para dar una respuesta concisa) Ssssí.
– ¡Maldito seas! – exclamaron los dos sabuesos al mismo tiempo, haciendo aspavientos iracundos.
El tal Webosky enseguida se puso nervioso otra vez, ante la sola mención de su nombre: Mr. Smoke…
– Capitán, Capitán, Capitán… ese tipo es un hijo de mil demonios, qué digo un hijo, es el demonio, el demonio es sí mismo, o el padre, el padre del demonio. Es un hijo de mil padres y un loco endemoniado. Nada de esto hubiese pasado si no fuese por ese, por ese, por ese… ¡Es Satanás, Capitán! ¡Satanás!
Coleman entendía perfectamente el derrumbe psicológico de Webosky. Conocía demasiado bien a Smoke como para no identificarse con las perturbadas mentes que iba dejando a su paso. Echó un vistazo a su alrededor, y la escena caótica que presenció le sobrecogió.
Le daba la sensación de estar en Sodoma y Gomorra el día después de la lluvia de fuego y azufre. La decoración, propia de un pseudo-intelectual salido, se reducía a un montón de cachivaches humeantes. Escultura, pintura, fotografía… todo ello confluía ahora en un único concepto, la casa del diablo, bocanadas de hollín y arte calcinado. Los desnudos y los frescos post-modernistas-vintage estaban renegridos, dando un toque tragicómico a la mansión. En las paredes todavía aguantaban algunos discos de vinilo de Los Beatles y fotografías de Steve Winter y Nick Brandt. Si uno echaba un vistazo por el suelo, encontraba comics carbonizados de Watchmen y primeras ediciones de Playboy. Coleman pudo imaginarse a su viejo archienemigo Smokey entrando por aquella puerta y pintando menos en ese ambiente que un botijo en una cata de vinos.
– Entró, entró, entró como en Lluvia de estrellas, Capitán – comenzó a explicar Webosky. – Abrió la puerta y nos invadió una terrible humareda, terrible, Capitán… Después entró un cigarro y después pasó él, muerto de risa. Oh, Dios mío, Capitán…
– Tranquilo Henry – le calmó Coleman. – Beba un poco – le dijo, ofreciéndole un botellín de agua.
– Qué rica, qué fresca, Capitán – observó Webosky. – Tengo que comprar esta agua, ¿sabe? Deje que lo apunte en mi móvil…
– Prosiga, Henry – le apremió el Capitán.
– Smoke entró y fue directo a las bebidas, Capitán, directo, y sirvió una copa de Whisky.
– Cómo no… – masculló McCormick.
– Pero dejó la copa en la mesa y se llevó la botella, la botella entera menos una copa, Capitán, ¿quién hace eso? – continuó Webosky, indignado. – Después fue a sentarse con una hermosa muchacha, una mujer… atractiva, Capitán, muy atractiva e interesante. Susan, se llama. Susan Miller.
– Continúe – Coleman se ocupaba de cortar al anfitrión cuando este comenzaba a divagar.
– Empezó a hablar con ella, ¿sabe? Y ella parecía estar a gusto, reía sin parar, ¿entiende? Yo desde luego no lo puedo entender, no puedo, Capitán… Ella tiene estilo, es hermosa, ha viajado, ¡ha leído a Bukowski, por el amor de Dios! Es una criatura inteligente y culta, y por el contrario él…
– ¿Alguna idea de qué demonios hablaban? – inquirió McCormick.
– Ni la más remota, ¿sabe? – respondió Webosky. – Pero poco después, el tal Smoke se metió, se metió el cigarro, el jodido cigarro, Capitán, dentro de la boca, ¿entiende? Dentro… y entonces… entonces todo se fue al carajo…
Coleman se levantó pensativo e intercambió una mirada con McCormick.
– ¿Dónde está Susan Miller? – preguntó el Teniente a Webosky. – Debemos hablar con ella.
Media hora después Coleman y McCormick llegaban a la tercera planta del Hospital San Martín, donde la Señora Miller permanecía en Observación. Un aparatoso vendaje le cubría parte de la cabeza, aunque parecía estar en buena forma para haber conocido a Smoke tan solo unas horas antes. Sentada en la repisa de la ventana, contemplaba en silencio un jardín que había frente al hospital.
– ¿Susan Miller? – preguntó McCormick.
– Sí – contestó ella sin quitar la vista de la ventana. – ¿Vienen por lo de ese tipo, el pirómano?
– Efectivamente – afirmó Coleman. – Soy el Capitán Harry J. Coleman, y mi compañero, el Teniente McCormick (este inclinó la cabeza). Queremos hacerle unas preguntas, si nos lo permite.
– Adelante – aceptó ella, sin siquiera mirarles.
– ¿Estuvo ayer en la casa de Henry Webosky, en el 84 de la Kissinger Avenue? – comenzó Coleman.
– Sabe que sí – respondió ella, rápida.
– ¿Conoció allí a un tipo llamado Mr. Smoke?
– Desgraciadamente – lamentó.
– ¿Hablaron ustedes?
– Brevemente.
– ¿De qué, si puede saberse?
Entonces ella por fin miró a los ojos del capitán. Era endemoniadamente guapa, con rasgos redondeados y tez blanquecina. Suspiró y comenzó su relato.
– Se sentó a mi lado, se bebió media botella de Whisky de un trago y dijo que había aprendido a desabrochar sostenes con una sola mano.
– Comprendo… – musitó Coleman. – Prosiga, por favor.
– Después levantando una ceja gritó ¡Eureka Paulaner! No lo entendí pero me hizo gracia. Entonces apareció mi marido, que había estado fumando maría en una de las habitaciones.
– ¿Su marido? – se extrañó McCormick.
– Miren, se lo voy a resumir, porque imagino que Henry no les ha contado una mierda – abrevió la tal Susan. – Mi marido, Tom Miller, se pasa por la piedra a media ciudad. Me saca 15 años. Tiene labia y buena percha. Se coloca y folla, a veces incluso conmigo. Yo también hago lo que me viene en gana, naturalmente. Henry Webosky fue mi amante durante algunos meses, pero no encajó bien que le dejara. No aguanto su verborrea, ¿saben? Ayer planeaba recuperarme, pero ya no estoy interesada en él. Solo frecuentamos los mismos círculos, eso es todo. Smoke apareció como un soplo de aire (no sé si diría “fresco”, pero sí nuevo al menos), y me reí tanto con él que estaba pensando en tirármelo hasta que nos abrasó a todos. Frases como yo me bebo lo que sea, incluida a ti o me programaron fumador, jugador, pendenciero y arrocero no dejan indiferente a una mujer.
McCormick y Coleman se miraban alucinados. Ella continuó.
– Él ya me tenía, pero lo ignoraba. Pensaba que todavía necesitaba algún estúpido truco para seducirme, y lo jodió todo. Tom se presentó en ese momento ante nosotros, y Smoke se lo jugó todo a una carta. Si consigo meterme el cigarro encendido en la boca sin tocarlo con las manos, le dijo, despídete de Susan, ¡MUA-JA-JA! Y concluyó diciendo, soy el puto amo y lo sabes, Tommy.
– ¿Qué ocurrió entonces? – preguntó Coleman.
– Tom ni le escuchaba, ya se había ido tras las faldas de una universitaria de primer año. Pero Smoke lo hizo. Con la lengua le dio la vuelta al cigarro y se lo introdujo en la boca. Allí debió de entrar en combustión con los gases emanados del torrente alcohólico que acababa de ingerir. Y voilá – concluyó la mujer. – “Boom”.
Coleman, en un gesto muy suyo, se rascó la calva pensativo.
– Usted parece estar bastante bien… – opinó, examinando a Susan. – ¿Él sobrevivió?
– Por supuesto – contestó ella sin sombra de duda. – Todavía reía a carcajadas, carbonizado de pies a cabeza, descojonándose de Webosky en su cara. Mira lo que he hecho con tu choza, mamón espídico, vociferaba, y a tu novia otro día le doy brasero, decía muerto de risa. Después, con una bomba de humo, desapareció.
– Está bien, gracias por su ayuda, Señora Miller – agradeció Coleman. – McCormick, póngase en contacto con la central y que registren enfermerías, hospitales, centros de salud y farmacias en un radio de 20 kilómetros (McCormick asintió). Que busquen también en la ribera del Manzanares, en la fuente de Cibeles, en los baños del intercambiador de Moncloa, en su burdel de cabecera de todas las nacionales, en la jaula de los leones del circo ambulante de Carabanchel y en cualquier lugar donde pueda estar curando sus heridas o celebrando su último golpe. Está más quemado que nunca, y debemos aprovecharlo. ¡Vaya!
– ¡Sí, Capitán! – exclamó el Teniente saliendo de la habitación.
– Te cazaré, viejo amigo – murmuró Coleman, entrecerrando los ojos. – Serás mío por fin…
– No le atrapará, Capitán – discrepó Susan, indiferente. – Y usted lo sabe…