Hutton y Playfair

heads-tails-coin_1

James Hutton fue un agricultor escocés que realizó importantes avances en los campos de la geología y la historia natural a lo largo del S. XVIII. No en vano, es universalmente conocido como el padre de la geología moderna.

En aquella época se pensaba que La Tierra tenía unos pocos miles de años, pero él propuso una temporalidad radicalmente distinta, acuñando el término “tiempo profundo”, como expresión de un pasado lejano e inabarcable. El desplazamiento de placas y los cambios en nuestra litosfera no habían ocurrido según él a través de terribles catástrofes, sino de forma continuada y gradual. Es lo que se conoce como Uniformismo.

El Uniformismo de Hutton se aplicaba también a los seres vivos, sugiriendo ya en su día la idea de la selección natural como motor de la evolución, concepto que Darwin desarrollaría años después en El Origen de las especies.

Sin embargo, Hutton tenía un problema importante. No sabía escribir, el cabrón. Bueno, escribía, claro, pero no transmitía. Su expresión era tediosa y confusa, su prosa ha sido calificada por varios historiadores como “oscura”. En definitiva, no había dios que le entendiera…

Y aquí es donde entra John Playfair, profesor de filosofía y matemáticas en la Universidad de Edimburgo. Y buen escritor. Playfair, maravillado por el trabajo de Hutton, entendió y “tradujo” sus teorías en Ilustraciones sobre las teorías de Hutton, cinco años después de la muerte de este. Solo entonces llegó a alcanzar el bueno de James alguna notoriedad (mucha, en realidad).

Es decir, que Playfair divulgó las teorías de Hutton sobre nuestro origen y evolución mejor que ningún otro, y mucho mejor que su propio autor. Él fue el filtro a través del cual el mensaje de Hutton se descodificó y llegó al gran público, y gracias (en parte) a su labor cambiaron la ciencia y la geología para siempre.

Como si ambos hubiesen sido solo uno, el cerebro y la voz. El fondo y la forma. Dos caras de la misma moneda.

HuttonyPlayfair.

Por una nariz

Suena en el despertador el I got you babe de Sonny y Cher. El tiempo es un círculo, por tanto carente de principio o fin.

Asientes frente al espejo, hoy sí, te dices. Limpias los zapatos, sacudes la americana. Sacas la corbata marrón. Café, tostada. Cartera. Llaves.

En la radio suena el Pennsylvania Polka de Frank Yankovic. Vas superando semáforos con sangre y sudor. En tu mente las probabilidades parecen desvanecerse a medida que te acercas a tu destino. Siempre pasa igual.

Te presentas, como si te diera igual todo. Disimulando tu desesperación. Los individuos sentados junto a ti son, seguramente, los mismos de ayer. Hay una cierta tensión en el ambiente, deseos de desmayos ajenos en el aire.

Entras e interpretas tu papel. Llevas dentro un vendedor de coches usados, como todo el mundo. Lo ves posible. Pero mientras estrechas manos, hay otro tipo firmando papeles. Pura rutina.

Has vuelto a morir en la orilla. El otro tenía un par de días más de experiencia, y llevaba corbata roja, lo cual no significa absolutamente nada. Mala suerte. Casi.

Mañana despertarás de nuevo en Punxsutawney, y será otra vez el día de la marmota.

And again…

Mr. Smoke y el espídico anfitrión

hombre_misterioso

Una copia de “El Grito” de Munch yacía en el suelo, con unas gafas de sol y un bigote pintarrajeados sobre la figura central. El Capitán Harry J. Coleman lo miraba con gesto circunspecto.

– Capitán, ¿quiere venir un momento? – se oyó decir al Teniente Joe McCormick desde la habitación contigua.

Coleman avanzó entre esculturas griegas y muebles art-decó de roble macizo, hasta la posición de McCormick, que dialogaba con un tipo pequeño y nervioso.

– Este es el Capitán Coleman – informó McCormick al individuo.
– Buenos días, Capitán – dijo el tipo, hablando tan rápido que Coleman apenas pudo entenderle.
– ¿Es usted el propietario de este inmueble? – le preguntó el Capitán en tono formal.
– Sí, esta es mi choza, mi casa, Capitán, vivo aquí, es mío, el inmueble me pertenece, lo compré, lo adquirí, es caro pero tengo dinero, soy rico, pudiente, por eso lo compré, hice una buena oferta, irrechazable… – el individuo articulaba las palabras a velocidad de vértigo. Coleman se vio obligado a intervenir.
– ¡Está bien, está bien! – le cortó. – Entendido, el piso es suyo. Le agradecería que a partir de ahora contestase sencillamente sí o no.
– Claro, claro, claro, claro, claro…
– ¡Basta! Sí o no, ¿recuerda? – pidió Coleman. – Bien… ¿Cuál es su nombre?
– No es ni sí ni no, Capitán. No me llamo sí, no me llamo no… No puedo contestarle con sí o no, porque…
– ¡¡Nombre!! – gritó McCormick, perdiendo la paciencia.
– Me llamo Webosky, Henry Webosky, ese es mi nombre, mi madre me llamó Henry, ignoro por qué, lo ignoro, de verás…
– Dios mío… – se desesperó Coleman ante la verborrea del anfitrión. – Está bien, está bien – trató de calmarse. – Tengo una facilita. Diga sí o no, solo una vez, ¿de acuerdo? Bien… ¿Estuvo aquí ayer noche un tipo llamado Mr. Smoke?
(tratando de dominarse para dar una respuesta concisa) Ssssí.
– ¡Maldito seas! – exclamaron los dos sabuesos al mismo tiempo, haciendo aspavientos iracundos.

El tal Webosky enseguida se puso nervioso otra vez, ante la sola mención de su nombre: Mr. Smoke…

– Capitán, Capitán, Capitán… ese tipo es un hijo de mil demonios, qué digo un hijo, es el demonio, el demonio es sí mismo, o el padre, el padre del demonio. Es un hijo de mil padres y un loco endemoniado. Nada de esto hubiese pasado si no fuese por ese, por ese, por ese… ¡Es Satanás, Capitán! ¡Satanás!

Coleman entendía perfectamente el derrumbe psicológico de Webosky. Conocía demasiado bien a Smoke como para no identificarse con las perturbadas mentes que iba dejando a su paso. Echó un vistazo a su alrededor, y la escena caótica que presenció le sobrecogió.

Le daba la sensación de estar en Sodoma y Gomorra el día después de la lluvia de fuego y azufre. La decoración, propia de un pseudo-intelectual salido, se reducía a un montón de cachivaches humeantes. Escultura, pintura, fotografía… todo ello confluía ahora en un único concepto, la casa del diablo, bocanadas de hollín y arte calcinado. Los desnudos y los frescos post-modernistas-vintage estaban renegridos, dando un toque tragicómico a la mansión. En las paredes todavía aguantaban algunos discos de vinilo de Los Beatles y fotografías de Steve Winter y Nick Brandt. Si uno echaba un vistazo por el suelo, encontraba comics carbonizados de Watchmen y primeras ediciones de Playboy. Coleman pudo imaginarse a su viejo archienemigo Smokey entrando por aquella puerta y pintando menos en ese ambiente que un botijo en una cata de vinos.

– Entró, entró, entró como en Lluvia de estrellas, Capitán – comenzó a explicar Webosky. – Abrió la puerta y nos invadió una terrible humareda, terrible, Capitán… Después entró un cigarro y después pasó él, muerto de risa. Oh, Dios mío, Capitán…
– Tranquilo Henry – le calmó Coleman. – Beba un poco – le dijo, ofreciéndole un botellín de agua.
– Qué rica, qué fresca, Capitán – observó Webosky. – Tengo que comprar esta agua, ¿sabe? Deje que lo apunte en mi móvil…
– Prosiga, Henry – le apremió el Capitán.
– Smoke entró y fue directo a las bebidas, Capitán, directo, y sirvió una copa de Whisky.
– Cómo no… – masculló McCormick.
– Pero dejó la copa en la mesa y se llevó la botella, la botella entera menos una copa, Capitán, ¿quién hace eso? – continuó Webosky, indignado. – Después fue a sentarse con una hermosa muchacha, una mujer… atractiva, Capitán, muy atractiva e interesante. Susan, se llama. Susan Miller.
– Continúe – Coleman se ocupaba de cortar al anfitrión cuando este comenzaba a divagar.
– Empezó a hablar con ella, ¿sabe? Y ella parecía estar a gusto, reía sin parar, ¿entiende? Yo desde luego no lo puedo entender, no puedo, Capitán… Ella tiene estilo, es hermosa, ha viajado, ¡ha leído a Bukowski, por el amor de Dios! Es una criatura inteligente y culta, y por el contrario él…
– ¿Alguna idea de qué demonios hablaban? – inquirió McCormick.
– Ni la más remota, ¿sabe? – respondió Webosky. – Pero poco después, el tal Smoke se metió, se metió el cigarro, el jodido cigarro, Capitán, dentro de la boca, ¿entiende? Dentro… y entonces… entonces todo se fue al carajo…

Coleman se levantó pensativo e intercambió una mirada con McCormick.

– ¿Dónde está Susan Miller? – preguntó el Teniente a Webosky. – Debemos hablar con ella.

Media hora después Coleman y McCormick llegaban a la tercera planta del Hospital San Martín, donde la Señora Miller permanecía en Observación. Un aparatoso vendaje le cubría parte de la cabeza, aunque parecía estar en buena forma para haber conocido a Smoke tan solo unas horas antes. Sentada en la repisa de la ventana, contemplaba en silencio un jardín que había frente al hospital.

– ¿Susan Miller? – preguntó McCormick.
– Sí – contestó ella sin quitar la vista de la ventana. – ¿Vienen por lo de ese tipo, el pirómano?
– Efectivamente – afirmó Coleman. – Soy el Capitán Harry J. Coleman, y mi compañero, el Teniente McCormick (este inclinó la cabeza). Queremos hacerle unas preguntas, si nos lo permite.
– Adelante – aceptó ella, sin siquiera mirarles.
– ¿Estuvo ayer en la casa de Henry Webosky, en el 84 de la Kissinger Avenue? – comenzó Coleman.
– Sabe que sí – respondió ella, rápida.
– ¿Conoció allí a un tipo llamado Mr. Smoke?
– Desgraciadamente – lamentó.
– ¿Hablaron ustedes?
– Brevemente.
– ¿De qué, si puede saberse?

Entonces ella por fin miró a los ojos del capitán. Era endemoniadamente guapa, con rasgos redondeados y tez blanquecina. Suspiró y comenzó su relato.

– Se sentó a mi lado, se bebió media botella de Whisky de un trago y dijo que había aprendido a desabrochar sostenes con una sola mano.
– Comprendo… – musitó Coleman. – Prosiga, por favor.
– Después levantando una ceja gritó ¡Eureka Paulaner! No lo entendí pero me hizo gracia. Entonces apareció mi marido, que había estado fumando maría en una de las habitaciones.
– ¿Su marido? – se extrañó McCormick.
– Miren, se lo voy a resumir, porque imagino que Henry no les ha contado una mierda – abrevió la tal Susan. – Mi marido, Tom Miller, se pasa por la piedra a media ciudad. Me saca 15 años. Tiene labia y buena percha. Se coloca y folla, a veces incluso conmigo. Yo también hago lo que me viene en gana, naturalmente. Henry Webosky fue mi amante durante algunos meses, pero no encajó bien que le dejara. No aguanto su verborrea, ¿saben? Ayer planeaba recuperarme, pero ya no estoy interesada en él. Solo frecuentamos los mismos círculos, eso es todo. Smoke apareció como un soplo de aire (no sé si diría “fresco”, pero sí nuevo al menos), y me reí tanto con él que estaba pensando en tirármelo hasta que nos abrasó a todos. Frases como yo me bebo lo que sea, incluida a ti o me programaron fumador, jugador, pendenciero y arrocero no dejan indiferente a una mujer.

McCormick y Coleman se miraban alucinados. Ella continuó.

– Él ya me tenía, pero lo ignoraba. Pensaba que todavía necesitaba algún estúpido truco para seducirme, y lo jodió todo. Tom se presentó en ese momento ante nosotros, y Smoke se lo jugó todo a una carta. Si consigo meterme el cigarro encendido en la boca sin tocarlo con las manos, le dijo, despídete de Susan, ¡MUA-JA-JA! Y concluyó diciendo, soy el puto amo y lo sabes, Tommy.
– ¿Qué ocurrió entonces? – preguntó Coleman.
– Tom ni le escuchaba, ya se había ido tras las faldas de una universitaria de primer año. Pero Smoke lo hizo. Con la lengua le dio la vuelta al cigarro y se lo introdujo en la boca. Allí debió de entrar en combustión con los gases emanados del torrente alcohólico que acababa de ingerir. Y voilá – concluyó la mujer. – “Boom”.

Coleman, en un gesto muy suyo, se rascó la calva pensativo.

– Usted parece estar bastante bien… – opinó, examinando a Susan. – ¿Él sobrevivió?
– Por supuesto – contestó ella sin sombra de duda. – Todavía reía a carcajadas, carbonizado de pies a cabeza, descojonándose de Webosky en su cara. Mira lo que he hecho con tu choza, mamón espídico, vociferaba, y a tu novia otro día le doy brasero, decía muerto de risa. Después, con una bomba de humo, desapareció.
– Está bien, gracias por su ayuda, Señora Miller – agradeció Coleman. – McCormick, póngase en contacto con la central y que registren enfermerías, hospitales, centros de salud y farmacias en un radio de 20 kilómetros (McCormick asintió). Que busquen también en la ribera del Manzanares, en la fuente de Cibeles, en los baños del intercambiador de Moncloa, en su burdel de cabecera de todas las nacionales, en la jaula de los leones del circo ambulante de Carabanchel y en cualquier lugar donde pueda estar curando sus heridas o celebrando su último golpe. Está más quemado que nunca, y debemos aprovecharlo. ¡Vaya!
– ¡Sí, Capitán! – exclamó el Teniente saliendo de la habitación.
– Te cazaré, viejo amigo – murmuró Coleman, entrecerrando los ojos. – Serás mío por fin…
– No le atrapará, Capitán – discrepó Susan, indiferente. – Y usted lo sabe…

La teta es Dios

images

La visión de un pecho es algo magnífico. Además como suelen ir en pareja, doble alegría. A veces no miras a ninguno de los dos en concreto, sino al espacio que hay entre medias. Es como mirar a alguien a los ojos, no puedes apuntar a los dos al mismo tiempo, tienes que elegir uno. O mirar a la zona alta de la nariz, al punto equidistante entre ambos. Con los pechos pasa lo mismo.

Laura tiene un truco para cualquier queja de la pequeña Olivia: teta. Así lo resuelve todo. Llanto-teta, queja-teta. ¡Qué maravilla! Estando, como estamos, hasta el cuello de mierda, que la teta resuelva la papeleta es esperanzador.

Ojalá previniese la corrupción, la ineptitud y el arribismo. El gobierno, cualquier forma de gobierno, dejaría de estar podrida. Porque es falso que no te puedas fiar de nadie, al revés. Te puedes fiar de todo el mundo, solo que en el mal sentido. Hace falta una ingente cantidad de teta, esto es muy serio.

Y necesitaríamos también entetarnos para gestionar las nuevas tecnologías con un poco de cabeza, ¿no? ¿Los avances de los últimos años suponen un retroceso en ciertos aspectos? ¿Las redes sociales nos conectan o nos desconectan? ¿Tenemos más o menos libertad? ¿Más o menos intimidad? Solo una pedorreta entre dos señores pechos mitigaría en cierta forma el vértigo que da este asunto.

Tanta App y tanta hostia, pero se echan de menos inventos más sencillos. Como un enfriador de cerveza en 30 segundos. Con forma de teta, por cierto, no estaría mal. ¿Eso dónde está? ¿Por qué no lo tenemos ya en nuestros hogares? Quién quiere calentar la leche en el microondas cuando puede enfriar una cerveza en una teta… La birreta, lo llamaríamos, y sería nuestra mejor amiga.

Incluso nuestros mapas podrían estar cambiando, ojo con esto. ¿Debería darnos tanto miedo? Las fronteras han evolucionado sin descanso a lo largo de la historia, y aquí estamos. Tiene su lógica que cualquiera que no se sienta parte del grupo coja sus bártulos y se dé el piro, después de hacer bien las cuentas. Si total, caminamos todos hacia un futuro de estrecheces. Solo el pecho puede salvarnos.

Hemos acelerado el cambio. “El mundo tal como lo conocemos”, qué frase tan manida, ya no es tal y como lo conocíamos al principio de esta reflexión tetil. ¡Zas!, ya ha cambiado. ¡Zas! Ya ha vuelto a cambiar. ¡Zas, en toda la boca!, que diría Sheldon Cooper. ¡Zas!, ¡zas!, ¡zas!

Espero no perderme los primeros pasos de mi hijo mirando un whatsapp. ¿Habrá vida en el futuro fuera de la red? ¿Nos seguirán robando para rescatarnos después con nuestro dinero? ¿Nos harán apretarnos el cinturón hasta estallar en mil pedazos? ¿Estarás de pronto en otro país sin haberte movido de casa?…

Sin duda Laura tiene razón: si la teta resuelve los problemas de Olivia, y Olivia está llamada a resolver, dentro de un tiempo, los nuestros, la conclusión es irrefutable.

Efectivamente, la teta es Dios.