El Capitán Harry J. Coleman llegó a la escena del crimen en su Buick del 73, echando pestes del tráfico. Aparcó en doble fila, dejando tras de sí una ruidosa caravana de conductores coléricos, y se adentró rascándose la entrepierna en aquel local de mala muerte. Del cartel de la entrada solo quedaban en pie un par de letras y el zumbido de una luz de neón temblorosa en forma de tanga. El resto tenía muy mala pinta.
El interior eran escombros. El Teniente Joe McCormick recogía objetos del suelo y los metía con unas pinzas en pequeñas bolsas de plástico. Un cigarrillo colgaba de la comisura de sus labios, o sus labios colgaban del cigarro a través de la comisura. A su espalda, un oficial anónimo pintaba en el suelo con una tiza el miembro erecto de un cadáver.
– McCormick – saludó Coleman.
– Capitán – contestó el Teniente, irguiéndose. – No quedan ni los restos, es increíble… Solía venir por aquí hace años, ¿sabe? Allí frente a la barra había una jaula de cristal donde bailaba mi favorita, Salmita se llamaba, qué tiempos…
– ¿Por qué demonios me cuenta esto, McCormick? – le interrumpió el Capitán.
– Disculpe, señor – reaccionó el Teniente, centrándose en el caso. – Tengo una teoría. Y no le va a gustar…
– Escúpalo, maldita sea.
McCormick se tomó su tiempo. Sabía que lo que iba a decir era muy gordo.
– Smoke – pronunció finalmente, dándole tal calada al pitillo que contaminó incluso los pulmones de su Capitán.
– ¿Bromea? – se sorprendió Coleman. ¿Era posible?…
– Véalo usted mismo, Capitán – y le enseñó las pruebas que había ido reuniendo. Primero levantó una bolsa llena de colillas – Esto estaba todo en el mismo metro cuadrado, justo frente a la jaula de cristal que le decía antes. Y mire la vitrina, todas las botellas están en su sitio, salvo el wiski. Ha desaparecido. Y no se lo pierda, donde debería estar el J&B, hay una foto de Smoke guiñando un ojo, ¿lo ve? Aparte, me he encontrado su cartera en el suelo…
– Especulaciones, Teniente. Meras corazonadas. No se sostendría en pie ante un juez – sentenció Coleman. – Continúe.
– Aquí sí que había ayer jueces que no se sostenían en pie… – farfulló McCormick. – Es Smoke, Capitán. Puedo olerlo…
Coleman echó un buen vistazo al local. Aquello era una mezcla entre la mansión de Hugh Hefner y una película de Tim Burton. La gama de colores en la pared iba desde el rosa chicle hasta el rojo chillón, aplicado después el correspondiente barniz de brasa carbonizada. La combinación le daba a la sala un aire entre gótico y erótico-festivo. Gótico-festivo, se podía haber bautizado. O siniestro-sexual.
Insinuantes siluetas de mujeres bailando se alternaban con el dibujo renegrido de una pared aleatoriamente desconchada. Y en el suelo, una colección de objetos de lo más variopinto: zapatos de plataforma, billetes chamuscados, la estructura desnuda de un sofá, media bola de discoteca, un implante de silicona calcinado…
Fuera, sentada junto a una ambulancia y mal tapada con una manta, Dolores trataba de recuperarse del susto. Salía del local Coleman cuando la susodicha manta resbaló por la espalda de la stripper, revelando un torso sensacional.
– ¡Dios santo! – exclamó el Capitán instintivamente, tratando de disimular después recolocando la manta sobre sus hombros. – Tápese chiquilla, que hace frío.
– Gracias – contestó Dolores, sonándose la nariz con un pañuelo.
– Disculpe que la moleste, pero necesito hacerle unas preguntas – Coleman intentaba ser amable, pero se le empezaba a amorcillar ante la visión de ese escote colosal.
– Ya me han hecho muchas preguntas, quiero irme a casa – se quejó Dolores.
– Enseguida, pero antes dígame, cuál es su nombre – indagó el Capitán, ofreciéndole otro pañuelo.
– Dolores.
– Bien, Dolores – Coleman se volvió hacia el edificio en ruinas. – ¿Trabajaba aquí anoche? – ella asintió. – ¿Y qué ocurrió?
– Fue aquel hombre de la gabardina, no recuerdo su nombre, Stoke, Esmout…
– ¿Smoke?
– Eso, Smoke.
– Diablos… – masculló Coleman, pasándose la mano por la calva.
– Mr. Smoke. Qué cejas tiene, agente…
– Capitán. – corrigió Coleman.
– Son diabólicas.
– Lo sé – corroboró.
– Entró con un compinche, Templeton se hacía llamar. Habían cerrado un negocio, un acuerdo importante, decían. Y querían relajarse un poco, celebrarlo.
– Cómo no…
– Su comportamiento era extraño. Para empezar, en la pantalla que utilizamos en el escenario para el show de las chicas, hicieron proyectar el fútbol.
– Típico del viejo Smokey…
– Y les decían a las chicas que se quitaran de en medio, ¡que no les dejaban ver! Acabaron obligándonos a llevar ropa interior del Barsa o del Madrid…
Coleman, muy serio, anotaba en su libreta todos los detalles.
– Después, el Señor Smoke puso la música de Benny Hill de politono, y empezó a beber chupitos a toda velocidad – recordó Dolores. – Yiiiiihhhaaaaaa, gritaba, como si montase un potro salvaje en un rodeo. Además, cada vez que alguna chica pasaba junto a él, se encendía una cerilla en su trasero y le guiñaba un ojo a su compinche. Y no paraba de fumar, Sargento.
– Capitán.
– Parecía una locomotora. Un bicho humeante, relleno de nicotina y alquitrán.
– Lo que es, es un grandísimo hijo de p…
– ¡Ah! Y luego se puso a decir frases absurdas – interrumpió Dolores. – Decía cosas como si quiero acabo contigo porque vengo del Sol, o Alfa-Mike-Bravo, aquí se acabó la miseria que llevo tres cerdos pito.
– Buena mano… – concedió Coleman.
– Nuestro guardaespaldas, Ratko, enseguida apareció por allí, por si montaban más jaleo. Ratko mide 1,95 y tiene un brazo como mi pierna. – afirmó Dolores.
– Un brazo generoso entonces.
– Pero antes de que les dijera nada, Mr. Smoke le miró muy serio, y lanzó al aire un misterioso mensaje: Arroz socarrat, dijo. So-ca-rrat. Soy Dios… Después, soltó una carcajada infernal.
– Comprendo… – reflexionó el Capitán, entrecerrando los ojos.
Dolores hizo entonces un movimiento con la cabeza, lanzando su cabello al viento, y al Capitán casi se le baja sola la bragueta. En ese momento salía McCormick por la puerta, y, de nuevo, como en un ejercicio sincronizado de inconveniencia, la manta volvió a resbalar.
– ¡Por todos los santos! – exclamó el Teniente.
– McCormick, céntrese – le espetó su Capitán. – Prosiga, Pezones. ¡Digo!… Dolores, Dolores…
– Ratko estaba cabreado. – retomó ella. – Miraba con desprecio a Mr. Smoke, que le echaba el humo directamente en la cara, muerto de risa.
– ¿Cuándo exactamente se desencadenó el fuego? – terció McCormick.
– Fue horrible, General – recordó Dolores, con terror en la mirada.
– Es Capitán – corrigió McCormick.
– Que me llame como quiera – se resignó Coleman, admirando de nuevo los pechos de su testigo. – ¿Cómo empezó el incendio, Dolores?
– Ratko iba a echarles. Se levantó y desplegó su fabulosa musculatura, como un pavo real culturista. Pero Smoke se encendió un cigarrillo y, al guardar el zippo en el bolsillo de la camisa, esta empezó a arder. En pocos segundos la llama le calentaba la barbilla, cosa que no parecía importarle. ¿Quieres jugar, bicharraco?, le dijo a Ratko, que parecía ya un roedor huidizo. ¡Sumisión!, gritó entonces Smoke. Y el fuego se extendió por el reguero de alcohol que había ido dejando a su alrededor…
Coleman se levantó, y se puso el sombrero.
– Y el resto es historia – concluyó, dándole una patada a un trozo de cartel. – Aquí todo quedó calcinado hasta el parking. Tuvo que huir a pie – razonó el viejo sabueso. – McCormick, quiero que mande fotos de nuestro amigo a todo establecimiento, local, residencia, recinto, nave o almacén en un radio de 10 kilómetros. Licorerías, recreativos, estancos, casinos, tabernas, patios de colegio…
– ¿Hospitales, señor? – sugirió el Teniente. – El tipo podría estar herido.
– No sea ingenuo, McCormick… – gruñó Coleman. – Haga que registren fumaderos de opio, locales de alterne, callejones infestos, parques de bomberos, fundiciones, saunas y en definitiva cualquier lugar donde se fume, se empine el codo o haga más calor que en el mismísimo infierno.
– Estoy en ello, Señor – confirmó McCormick, echando una última ojeada a Dolores y partiendo hacia el coche patrulla.
– Te encontraré, viejo amigo – susurró Coleman, contemplando el desolador panorama.
– Ni de coñaaa… – se oyó decir al eco. Carcajada maligna incluida…