Mr. Smoke

El Capitán Harry J. Coleman llegó a la escena del crimen en su Buick del 73, echando pestes del tráfico. Aparcó en doble fila, dejando tras de sí una ruidosa caravana de conductores coléricos, y se adentró rascándose la entrepierna en aquel local de mala muerte. Del cartel de la entrada solo quedaban en pie un par de letras y el zumbido de una luz de neón temblorosa en forma de tanga. El resto tenía muy mala pinta.

El interior eran escombros. El Teniente Joe McCormick recogía objetos del suelo y los metía con unas pinzas en pequeñas bolsas de plástico. Un cigarrillo colgaba de la comisura de sus labios, o sus labios colgaban del cigarro a través de la comisura. A su espalda, un oficial anónimo pintaba en el suelo con una tiza el miembro erecto de un cadáver.

– McCormick – saludó Coleman.
– Capitán – contestó el Teniente, irguiéndose. – No quedan ni los restos, es increíble… Solía venir por aquí hace años, ¿sabe? Allí frente a la barra había una jaula de cristal donde bailaba mi favorita, Salmita se llamaba, qué tiempos…
– ¿Por qué demonios me cuenta esto, McCormick? – le interrumpió el Capitán.
– Disculpe, señor – reaccionó el Teniente, centrándose en el caso. – Tengo una teoría. Y no le va a gustar…
– Escúpalo, maldita sea.

McCormick se tomó su tiempo. Sabía que lo que iba a decir era muy gordo.

– Smoke – pronunció finalmente, dándole tal calada al pitillo que contaminó incluso los pulmones de su Capitán.
– ¿Bromea? – se sorprendió Coleman. ¿Era posible?…
– Véalo usted mismo, Capitán – y le enseñó las pruebas que había ido reuniendo. Primero levantó una bolsa llena de colillas – Esto estaba todo en el mismo metro cuadrado, justo frente a la jaula de cristal que le decía antes. Y mire la vitrina, todas las botellas están en su sitio, salvo el wiski. Ha desaparecido. Y no se lo pierda, donde debería estar el J&B, hay una foto de Smoke guiñando un ojo, ¿lo ve? Aparte, me he encontrado su cartera en el suelo…
– Especulaciones, Teniente. Meras corazonadas. No se sostendría en pie ante un juez – sentenció Coleman. – Continúe.
– Aquí sí que había ayer jueces que no se sostenían en pie… – farfulló McCormick. – Es Smoke, Capitán. Puedo olerlo…

Coleman echó un buen vistazo al local. Aquello era una mezcla entre la mansión de Hugh Hefner y una película de Tim Burton. La gama de colores en la pared iba desde el rosa chicle hasta el rojo chillón, aplicado después el correspondiente barniz de brasa carbonizada. La combinación le daba a la sala un aire entre gótico y erótico-festivo. Gótico-festivo, se podía haber bautizado. O siniestro-sexual.

Insinuantes siluetas de mujeres bailando se alternaban con el dibujo renegrido de una pared aleatoriamente desconchada. Y en el suelo, una colección de objetos de lo más variopinto: zapatos de plataforma, billetes chamuscados, la estructura desnuda de un sofá, media bola de discoteca, un implante de silicona calcinado…

Fuera, sentada junto a una ambulancia y mal tapada con una manta, Dolores trataba de recuperarse del susto. Salía del local Coleman cuando la susodicha manta resbaló por la espalda de la stripper, revelando un torso sensacional.

– ¡Dios santo! – exclamó el Capitán instintivamente, tratando de disimular después recolocando la manta sobre sus hombros. – Tápese chiquilla, que hace frío.
– Gracias – contestó Dolores, sonándose la nariz con un pañuelo.
– Disculpe que la moleste, pero necesito hacerle unas preguntas – Coleman intentaba ser amable, pero se le empezaba a amorcillar ante la visión de ese escote colosal.
– Ya me han hecho muchas preguntas, quiero irme a casa – se quejó Dolores.
– Enseguida, pero antes dígame, cuál es su nombre – indagó el Capitán, ofreciéndole otro pañuelo.
– Dolores.
– Bien, Dolores – Coleman se volvió hacia el edificio en ruinas. – ¿Trabajaba aquí anoche? – ella asintió. – ¿Y qué ocurrió?
– Fue aquel hombre de la gabardina, no recuerdo su nombre, Stoke, Esmout…
– ¿Smoke?
– Eso, Smoke.
– Diablos… – masculló Coleman, pasándose la mano por la calva.
– Mr. Smoke. Qué cejas tiene, agente…
– Capitán. – corrigió Coleman.
– Son diabólicas.
– Lo sé – corroboró.
– Entró con un compinche, Templeton se hacía llamar. Habían cerrado un negocio, un acuerdo importante, decían. Y querían relajarse un poco, celebrarlo.
– Cómo no…
– Su comportamiento era extraño. Para empezar, en la pantalla que utilizamos en el escenario para el show de las chicas, hicieron proyectar el fútbol.
– Típico del viejo Smokey…
– Y les decían a las chicas que se quitaran de en medio, ¡que no les dejaban ver! Acabaron obligándonos a llevar ropa interior del Barsa o del Madrid…

Coleman, muy serio, anotaba en su libreta todos los detalles.

– Después, el Señor Smoke puso la música de Benny Hill de politono, y empezó a beber chupitos a toda velocidad – recordó Dolores. – Yiiiiihhhaaaaaa, gritaba, como si montase un potro salvaje en un rodeo. Además, cada vez que alguna chica pasaba junto a él, se encendía una cerilla en su trasero y le guiñaba un ojo a su compinche. Y no paraba de fumar, Sargento.
– Capitán.
– Parecía una locomotora. Un bicho humeante, relleno de nicotina y alquitrán.
– Lo que es, es un grandísimo hijo de p…
– ¡Ah! Y luego se puso a decir frases absurdas – interrumpió Dolores. – Decía cosas como si quiero acabo contigo porque vengo del Sol, o Alfa-Mike-Bravo, aquí se acabó la miseria que llevo tres cerdos pito.
– Buena mano… – concedió Coleman.
– Nuestro guardaespaldas, Ratko, enseguida apareció por allí, por si montaban más jaleo. Ratko mide 1,95 y tiene un brazo como mi pierna. – afirmó Dolores.
– Un brazo generoso entonces.
– Pero antes de que les dijera nada, Mr. Smoke le miró muy serio, y lanzó al aire un misterioso mensaje: Arroz socarrat, dijo. So-ca-rrat. Soy Dios… Después, soltó una carcajada infernal.
– Comprendo… – reflexionó el Capitán, entrecerrando los ojos.

Dolores hizo entonces un movimiento con la cabeza, lanzando su cabello al viento, y al Capitán casi se le baja sola la bragueta. En ese momento salía McCormick por la puerta, y, de nuevo, como en un ejercicio sincronizado de inconveniencia, la manta volvió a resbalar.

– ¡Por todos los santos! – exclamó el Teniente.
– McCormick, céntrese – le espetó su Capitán. – Prosiga, Pezones. ¡Digo!… Dolores, Dolores…
– Ratko estaba cabreado. – retomó ella. – Miraba con desprecio a Mr. Smoke, que le echaba el humo directamente en la cara, muerto de risa.
– ¿Cuándo exactamente se desencadenó el fuego? – terció McCormick.
– Fue horrible, General – recordó Dolores, con terror en la mirada.
– Es Capitán – corrigió McCormick.
– Que me llame como quiera – se resignó Coleman, admirando de nuevo los pechos de su testigo. – ¿Cómo empezó el incendio, Dolores?
– Ratko iba a echarles. Se levantó y desplegó su fabulosa musculatura, como un pavo real culturista. Pero Smoke se encendió un cigarrillo y, al guardar el zippo en el bolsillo de la camisa, esta empezó a arder. En pocos segundos la llama le calentaba la barbilla, cosa que no parecía importarle. ¿Quieres jugar, bicharraco?, le dijo a Ratko, que parecía ya un roedor huidizo. ¡Sumisión!, gritó entonces Smoke. Y el fuego se extendió por el reguero de alcohol que había ido dejando a su alrededor…

Coleman se levantó, y se puso el sombrero.

– Y el resto es historia – concluyó, dándole una patada a un trozo de cartel. – Aquí todo quedó calcinado hasta el parking. Tuvo que huir a pie – razonó el viejo sabueso. – McCormick, quiero que mande fotos de nuestro amigo a todo establecimiento, local, residencia, recinto, nave o almacén en un radio de 10 kilómetros. Licorerías, recreativos, estancos, casinos, tabernas, patios de colegio…
– ¿Hospitales, señor? – sugirió el Teniente. – El tipo podría estar herido.
– No sea ingenuo, McCormick… – gruñó Coleman. – Haga que registren fumaderos de opio, locales de alterne, callejones infestos, parques de bomberos, fundiciones, saunas y en definitiva cualquier lugar donde se fume, se empine el codo o haga más calor que en el mismísimo infierno.
– Estoy en ello, Señor – confirmó McCormick, echando una última ojeada a Dolores y partiendo hacia el coche patrulla.

– Te encontraré, viejo amigo – susurró Coleman, contemplando el desolador panorama.
– Ni de coñaaa… – se oyó decir al eco. Carcajada maligna incluida…

Un viaje

Cuando le dijeron que tenía cáncer terminal, su primera reacción fue de rabia. Pero le duró poco, enseguida vino el miedo. Temía sobre todo que su vida, corta como parecía destinada a ser, no hubiese servido absolutamente para nada. Que su paso por este mundo hubiese sido un trayecto imperceptible. Un viaje insignificante. No estaba casado, no tenía hijos, y sus padres habían muerto en un accidente de coche cuando él tenía 9 años. ¿Era posible que su existencia llegase a su fin 47 años después sin consecuencia alguna?

Tras días de profunda amargura y desconsuelo, de ver la televisión en penumbra y revisar, con lágrimas en los ojos, álbumes de fotos en los que aparecía junto a sus padres disfrazado de superhéroe, o, ya de joven, acompañado de alguna moza, se cruzó con un anuario escolar de hacía 20 años.

Su vida había sido la docencia, y esa vocación había consumido toda su energía. Enseñar había sido lo único que le había dado gozo. Y se consideraba bueno en ello, se le daba bien. Tenía paciencia y empatía, y sabía muy bien cómo NO tenía que ser un profesor. A los alumnos no se les puede aburrir con montañas de datos, hay que contarles una historia. Porque solo recuerdan lo que ignoran que están aprendiendo.

Y de pronto, viendo todas esas caras de adolescentes trastabillados, imberbes hombrecillos, y proyectos de mujer, tuvo una revelación. Debía hacerles una visita. Ellos eran, al fin y al cabo, el testimonio de que había vivido, la única prueba de su paso por este mundo. Así que sin más, preparó una maleta y se embarcó en un incierto viaje.

A través de Facebook contactó con los primeros, que contestaron rápidamente, impacientes por volver a verle. A ninguno habló de su enfermedad. Solo desveló que preparaba una expedición para visitar algunos puntos de la geografía española. Pronto tuvo a su disposición decenas de teléfonos y direcciones.

El primero fue Carlitos. Un tímido rubiales, chiquitín y propenso a desconectar del mundo real y soñar despierto. O así le recordaba él. “Juez”, repetía atónito nuestro profesor, sentado en un antiguo sillón estilo isabelino, tomando un delicioso café con Don Carlos y su mujer, Alicia, una guapísima dentista. Sus hijos, Javier y Beatriz, de 6 y 3 años, correteaban por la estancia sin orden ni concierto.

– Así que juez… – repetía él.
– Sí, maestro – respondía Carlitos, que ahora pasaba del metro noventa, y mantenía a duras penas un cabello ya no tan rubio. – ¿Qué le parece?
– Excelente, excelente – murmuraba nuestro protagonista, mirándole incrédulo. – Espero que no te quedes en la inopia en los juzgados, como hacías en clase…

Habían quedado para tomar un café, pero acabó pasando allí toda la tarde, charlando animadamente. Sobre sí mismo contaba poco. “Todo bien”, decía. “Sin novedad”.

Impresionado, continuó su viaje, que le llevó hasta Isabel, una adolescente misteriosa, o, dicho de otra forma, con mucha personalidad, que se había convertido en una especie de hippie. Un espíritu libre que vagaba por el mundo. Ella le citó en la plaza de San Gabriel, y dieron un largo paseo, bajo la luna y sobre destellos plateados de un empedrado pintado por la lluvia, en el que el profesor aprendió sobre los muchos viajes que había hecho su exalumna. Sicilia, Malta, Turquía, Tailandia, Indonesia, Australia, Sudáfrica, Argentina…

– Pero chiquilla, ¿dónde no has vivido tú? – le dijo él, entre risas.
– No sé, Jesús. Me pongo nerviosa si estoy demasiado tiempo en el mismo sitio – respondió ella, cogiéndole del brazo.
– Ya veo…

Y, como un solo ser, se alejaron por ese lienzo adoquinado, al son de la deliciosa melodía de una guitarra solitaria que les brindaba algún músico callejero.

Pocos días después, se tomó una cerveza con Roberto en un bar llamado Casa Ferino. Le recordaba como un rompecorazones, había sido un muchacho popular, guapo y deportista. Se encontró a un afable treintañero, formal (llevaba dos años con su novia), y que trataba de encontrar un puesto de trabajo “de lo que a mí me gusta”. Acabaron hablando de fútbol, y bebiendo más cervezas de la cuenta. Disfrutó mucho de esa velada: descubrió a un afectuoso amigo donde, hasta ayer, solo había un endiosado adolescente.

Y su aventura continuó durante semanas, atravesando nuestra alfombra de piel de toro con su destartalado Renault 9, surcando horizontes de viñedos, montañas llenas de hórreos, castillos medievales, molinos de viento, lagos, desiertos de piedra roja, y pequeños pueblos costeros. Y viendo fragmentos de las vidas de aquellos a los que había ayudado a formar. Aunque, si bien lo intentaba, no con todos ellos podía hablar. A veces solo observaba, sobre todo cuando sentía dolor. Los achaques iban empeorando con el paso de los días…

Pero no había emprendido ese camino para rendirse antes de tiempo. Así que iba de incógnito a ver a Pedro, que prestaba su voz de barítono en una ópera de Cavalli. O compraba una lata de foie sin identificarse en la tienda de delicatessen de Alberto. Y se tragaba en la grada un infumable partido de tercera entre el Salmantino y el Numancia B, donde Juan Carlos seguía jugando de central.

Cuando el encuentro sí se producía, descubría que casi todos eran felices, aunque siempre le pedían algo más a la vida. Creían necesitar una mejora en algún determinado aspecto. Y poco a poco, sentía dentro de sí el tic-tac de su cuenta atrás, sonando cada vez más fuerte. Sentía frío la mayor parte del tiempo. Y se encontraba agotado. Pero el miedo iba desapareciendo progresivamente.

Su último encuentro fue con Laura, una chica dicharachera y pizpireta, que se había convertido en una mujer dulce y hermosa. Él llevaba un gorro de lana en la cabeza, y no podía ocultar ya las secuelas de su enfermedad.

– Jesús, ¿estás bien? – le preguntaba ella preocupada.
– Estoy un poco pachucho, hija. – contestaba él, inquieto por ser el centro de atención. Su condición no importaba. – Pero cómo te va, cuéntame.

Sentados en un parque, viendo las hojas de los árboles desplegar frente a ellos un majestuoso telón de tonos anaranjados, ella le contó su dilema. Había estado a punto de casarse hacía unos años, con fecha fijada y todo. Pero pilló a su prometido en un revolcón con una desconocida. Eso le hizo perder la fe en los hombres. Incluso llegó a descartar el matrimonio. Sin embargo, ahora salía con José, un hombre decente y bueno, que además estaba loco por casarse con ella. “Pero no quiero sufrir otra vez, tengo miedo Jesús”, le dijo ella. Y nuestro profesor, que la escuchaba atentamente, sufrió entonces un ataque de tos descontrolado, expulsando incluso alguna flema cobriza. Cuando se recuperó, miró a Laura y lo vio. Vio en sus ojos que ella lo sabía.

– Bueno – le dijo él, recuperando la compostura como pudo. – Hay un proverbio chino: el mejor momento para plantar un árbol fue hace 20 años. El segundo mejor momento, es ahora.

Ella sonrió, y le abrazó con todas sus fuerzas. Y sus palabras disiparon del todo las dudas, desterrando al miedo para siempre.

– Gracias por todo, profesor.

      Basado en la historia de David Menasche

De Película (II)

Es una propuesta interesante, pero está lastrada por una excesiva emotividad, es parcialmente sensiblera, y carece de verdad. Su tono es sentimentaloide y ñoño.

Pero qué listo eres… Un erudito. Dices cosas como flojo desarrollo, demasiado pretenciosa, cinta fallida. Nos dejas a todos con la boca abierta, menudo cinéfilo estás hecho. Huyes de los lugares comunes, de los tópicos, del cine comercial. ¿Verdad? Eres un intelectual sesudo, te pones tus gafas de pasta y apuestas por fórmulas conceptualmente estimulantes. Buscas lo “indie”. Planos largos, diálogos profundos. Para ti el silencio es una metáfora existencial, y la cámara al hombro un código irrenunciable.

Y mira, a pesar de lo repelente que resultas, te voy a guardar el secreto. No dejaré que nadie se entere de que lloraste con El Rey León. Pero a cambio deja la pose un rato, y dale una vuelta a esto que te digo. A ver si te enteras de una vez de lo que es el cine…

Para empezar, despójate de la vergüenza que te domina. Que no te escandalice el hecho de que te enamores de Julie Andrews cada vez que enseña a cantar a los chicos de la familia von Trapp. Es normal, en serio. El cine es pasión, es emoción. No busques justificaciones. No hay lógica alguna que explique la cara de tontaina que se te pone cuando Dick Van Dyke bailotea con los pingüinos-camareros, o con los deshollinadores en la azotea. Te encanta, y ya está. Y te digo más. Lo necesitas.

Está muy bien ese “filme” en el que pasan tres cosas (literalmente), que no entiendes del todo por tener que mirar los subtítulos, pero no desprecies el cine de masas por el simple hecho de que te fascine. Reconócelo, coño. Quítate ese peso de encima. Desconecta el interruptor de la razón. Elije la pastilla roja, y escapa de tu mentira.    

Porque esto que te cuento es el cine, amigo cinéfilo. CINE, con mayúsculas. Al Pacino interpretando al Teniente Coronel Frank Slade, un tipo ciego que baila el tango y conduce un Ferrari como nadie…; o Bill Murray susurrándole un no sé qué al oído a Scarlett Johansson en las calles de Tokio; e incluso Arnold Schwarzenegger charlando con una puta de tres pechos en un garito en Marte. No sabes decir por qué, pero se te queda grabado. Eso es CINE, amigo.  

“Pero a mí Lost in Translation también me gusta”, dirás. No. Te gusta TODO. Te gusta el culo peludo de Mel Gibson en Braveheart, te gusta Owen Wilson tomando un vino con Hemingway en el París de los años 20, y  te gusta ese dúo de cuerda de Bocherinni que se marcan Rusell Crowe y Paul Bettany tras acabar con el buque de guerra Acheron. Pero no te da la gana aceptarlo. Solo reconoces admirar lo “cool”, lo “underground”. Sal de ese armario de cinéfilo ilustrado que te has construido, por Dios. Goza con cualquier escena de Intocable, Up!, Amélie o La Vida es Bella. Comercial o no, es irrelevante. Es pura magia. Disfrútalo con inocencia, quítate la careta. Vuélvete loco.

Ahí están Charlie, Spencer, Audrey, Gregory o Travolta y Newton-John, para echarte una mano. Iconos, cinéfilo. Iconos del cine. Deja de contar los dólares y concéntrate en no pensar. Limítate a encajar una buena sacudida en tu sistema nervioso. Si te da la sensación de estar viendo un clásico, es que así es. Y punto.  

Porque Tom Hanks se juega la vida persiguiendo a una pelota llamada Wilson en medio de una tormenta, cinéfilo. Y Joseph Gordon-Levitt ve a Han Solo reflejado en la luna del coche después  de zumbarse a Zooey Deschanel. Y tú quieres ser ellos, no te engañes. Te mueres por compartir cartel con Kevin Spacey, Jennifer Connelly, Ewan McGregor o Leonardo DiCaprio. Quieres despertar en el día de la marmota y construir una escultura de hielo para Andy McDowell. Deseas ponerte la camiseta de Superman para salvar a Gordi y sus compinches en el barco de Willy El Tuerto. Y sueñas con comprarte un chándal amarillo y una catana de Hattori Hanzo cuando la sangre de Tarantino salpica a través de la pantalla tu cara-pijo.

Enseguida dejo que vuelvas a la película de culto de tu realizador kurdo-iraní favorito, pero antes no olvides una cosa: “Indie” no es el cine de bajo presupuesto que tanto veneras. “Indy” solo hay uno, y es el mítico arqueólogo que cabalga hacia el horizonte desde El Tesoro de Petra junto con sus amigos Sallah y Marcus (sí, el que se pierde en su propio museo), y su señor padre, el mismísimo Sean Connery. Y lo hacen con la comercialísima banda sonora de John Williams de fondo… Del gustico que me da se me encoje el escroto y me quedan los huevos envasados al vacío, cinéfilo. No te digo más.

Así que replantéatelo, haz el favor. Revisa tu concepto del Séptimo Arte y demuéstranos lo inteligente que eres de otra manera que no sea despreciando el

CINE.

Atrapado en la poesía

Era guapo, alto y esbelto. Un tipo resuelto llamado José María.

–          Desesperado vengo, desconocida – fueron sus primeras palabras, para sorpresa mía. –  Y es por la enfermedad que tengo: hablo en poesía.

Miré a ambos lados, buscando cámaras escondidas. Me creía objeto de una broma…

–          ¿Nada dices, compañera? – me preguntó, y sacó su pitillera. – ¿No hablas mi idioma?

–          Sí, sí, discúlpeme caballero – murmuré, recuperando la energía. – Me pilla por sorpresa su conmoción, ¿dice entonces que rima sin intención?

–          Eso es, no lo quiero, pero cualquier declaración es un poema. ¿Entiende mi desazón? – se encendió un pitillo y guardó en su chaqueta el mechero.

–          Bueno, a decir verdad, lo que afirma no es frecuente… – le comenté, paciente. – ¿Siempre fue de esa manera?

–          Siempre, compañera. Y es un tormento, esta belleza en mi expresión. Un agotamiento. Hermosura en mi discurso, riqueza en mi vocabulario. Es como un acento, molesto e involuntario. Una prisión para mi prosa, estoy prisionero, tras una armadura hermosa, en una perenne pose de gallardía. Atrapado, atrapado sin remedio en la poesía.

–          Vaya, es curioso su problema – le dije, con delicadeza. Él fumaba alterado. – ¿Y no ha pensado que esta peculiaridad es en realidad un don de la naturaleza?

–          Lo he pensado. Pero es una maldición, se lo aseguro. La clave de la cuestión radica en la libertad. Cuando trata de decir la verdad, mi mente choca contra un muro. Quiero hablar en prosa y no puedo. Y tengo miedo. Porque donde usted ve una oruga, yo veo una mariposa.

–          ¡Pero eso es maravilloso! – le animé, exaltada. – Usted ve el mundo a través de un filtro hermoso. Y lo expresa con su lírica inspirada. ¡Es una bendición, seguro!

–          ¡Es una crueldad, no tengo elección! Es perverso… Ni en la lectura encuentro ilusión. Es muy duro, sacarle a cada libro un gemelo. Pero en verso.

–          Es increíble… ¿También cuando lee hay poesía?

–          Hasta en los diarios de economía. Ve aquel cartel del bar de enfrente, ¿ese que está bien visible?

–          Perfectamente – confirmé, ajustando la visión.

–          “En el Bar La Comedia te damos cerveza y ración por tres monedas y media”.

–          ¡Pero es una burda invención!

–          ¿Entiende al fin mi aflicción? ¡Mi lectura es fraudulenta!

–          Lo es, pues pone “ración más cerveza por tres con cincuenta”. Aunque el nombre del bar sí es correcto…

–          En la visión no tengo defecto.

–          No sé… Diga que odia a todo el mundo. – le sugerí. – Grítelo a los cuatro vientos.

–          Buen intento, compañera, pero no puedo ser tan rotundo. A algunos sí les deseo mal, pero, en lo esencial, estoy en paz con el mundo. Me llevo bien con cualquiera.

–          ¡Dígame algo a mí! – exclamé, perdiendo ya el norte.

–          ¿A usted? ¿Algo que no soporte?

–          ¡Insúlteme, poeta de los cojones! ¡Sea un hombre de verdad!

–          ¿Insinúa que solo los maricones tienen sensibilidad?

–          ¡Que me insulte! Dígame algo prosaico y sucio.

–          ¿Es más fea que mi prepucio?

–          ¡EN PROSA, maldita sea!

–          Mmmm… – se agitó inquieto. – ¡¡Golfa!! – exclamó finalmente.

Se hizo el silencio. Ambos quedamos inmóviles, estupefactos.

–          Perdone – murmuró por fin. – Pero… ¿se ha ido la poesía?

–          Sí – concedí. – Salvo porque me llamo ¡RODOLFA!

–          ¡¡Madre mía!!…