Pequeño sinvergüenza

Cuando jugamos al escondite siempre se esconde en el mismo sitio. No es capaz ni de estarse un poquitín callado. Me espera murmurando, y en cuanto entro por la puerta suelta una tremenda carcajada. Porque lo divertido para él es que le encuentre, y no se puede aguantar los nervios. Le recojo y nos vamos juntos a buscar a su hermana.

Con el juego de la oca es peor aún. Cuando le toca el turno, coge no solo el dado, sino también las fichas. La suya y la mía. Y lanza las 3 cosas al tablero con su grito de guerra. Yo tengo que memorizar en cada jugada la posición de cada uno para poder continuar. Me gana por lo menos la mitad de las veces.

Siempre pregunta por su madre y su hermana. Pregunta por ellas hasta cuando están delante. Yo las señalo, y él me mira con cara de pillo, como diciendo “era para ver si estabas atento, hombre”. Después vuelve a preguntar por ellas. Siente una adoración extrema por las dos.

En cuanto oye la canción country de Cars, coge a Rayo McQueen y a Mack y empieza a dar vueltas con ellos alrededor de la mesa, soñando con la película. Cuando termina la canción se detiene melancólico y me pide con la mirada que la ponga otra vez.

Otras veces aparece en el salón empujando una gran caja de coches que tiene y me pide que juegue con él. Pero entonces cojo un coche de carreras chulo, y me lo quita muy serio. “Ete no”, me dice. “Ete”, y me da una furgoneta desconchada. Él juega con 7 bólidos y yo con la furgoneta. Y si me vengo demasiado arriba, me la quita también. 

A veces merodea por la cocina después de cenar, a ver qué pilla. Un poco de salchichón sale entonces de la nevera y acaba en sus manos. “El ulti”, le digo. Él asiente y se va, pero tarda un minuto en regresar. Ulti-ulti, dice levantando el índice. Después vienen ulti-ulti-ulti y todos sus derivados.

Cuando le mando a dormir sale corriendo como una flecha. Le encuentro subido en mi cama, esperándome para la batalla. Es un torito bravo, pero de momento aguanto sus envites. Le hago unas cosquillas, pero él se recupera y acaba doblegándome. Cuando me ve muy apurado, me perdona la vida y me da un besito. Después vuelve a huir muerto de risa, esta vez hacia el salón. Vamos y volvemos 4 o 5 veces.

Antes de dormir se bebe su peso en agua. Me pide algunos coches y los coloca cuidadosamente en la cama como si fuera una exposición. Después me da un abrazo, ofreciéndome el cabezón para que le bese la frente.

Supongo que todos los padres sienten algo parecido. Pero al mirarle tengo la certeza de que dentro de ese cuerpín de guerrero, de esa cabeza de loco y esa mirada limpia, está lo mejor de mí.