Acababa de empezar su nueva vida en Oviedo, y aquella era su primera asignación como becario en la revista El Pescador. Una tarea que percibía como gratificante y amena, trabajo de campo. Debía encontrar a un tal Gregorio Maceda y otorgarle el premio Atún Dorado por ser el suscriptor más antiguo de la revista. El galardón consistía en un trofeo (unas manos sujetando un atún, tallado en madera) y una cena en un restaurante de un pequeño pueblo pesquero de la región. La dirección de la revista buscaba darle al premio un toque personal y humano (en lugar de enviar un frío paquete por correo) y Juanlu estaba encantado con la idea.
Condujo desde Oviedo hasta Caravia, siguiendo las indicaciones del navegador, y en unos tres cuartos de hora llegó al domicilio del tal Gregorio. Era una casa bonita, en un paraje tranquilo. Según los datos que le habían facilitado, el tipo tenía 65 años y era cirujano, recién jubilado. Le visualizó leyendo El Pescador tranquilamente en su porche, tomando una limonada, o con una botellina de sidra a mano. Disfrutando de su retiro.
Llamó a la puerta y le recibió una guapa mujer de unos sesenta años. Era la mujer de Gregorio, Marina.
– Hola, estoy buscando a Gregorio Maceda – se presentó Juanlu. – Soy de la revista El Pescador, y queremos premiarle por ser uno de nuestros clientes más importantes.
– Vaya… – murmuró Marina. Le divertía la formalidad del becario. – Pues… no está en casa ahora mismo. Se ha ido a pescar quisquillas – le informó. – Si quieres esperarle aquí…
– Eh… No, mejor, si es tan amable de decirme cómo puedo llegar hasta allí… ¡Así le pillo pescando precisamente!
Marina le dio las indicaciones pertinentes, y Juanlu, agradecido, partió presto en su búsqueda. Debía dar media vuelta hasta llegar a un hostal, girar a la derecha, bajar por una carretera nacional y meterse por un camino a unos 500 metros, hacia la playa de La Beciella.
Así lo hizo, aunque el tramo final se fue volviendo cada vez más escarpado. Aparcó el coche a un lado del camino, y continuó a pie. Cuando llegó a la playa, tuvo que remangarse los pantalones para penetrar en la zona de rocas. El agua le cubría hasta la rodilla, y a su alrededor media docena de pescadores, muy concentrados, se movían sigilosamente con una red y un canasto para guardar lo pescado. Rápidamente Juanlu abordó a uno de ellos.
– Hola me llamo Juan Luis – se presentó, ofreciendo su mano. – Estoy buscando a Gregorio Maceda, ¿le conoce?
– ¡Claro, ho! – contestó el paisano. – Marchó hace 15 minutos, estuvo por aquí toda la mañana.
– Vaya por dios – se lamentó Juanlu.
– ¿Qué hizo? – preguntó el paisano.
– ¿Cómo?
– ¿Qué hizo? ¿Por qué le busca? No será del Seprona…
– ¡Ah! Nada… venía a otorgarle un premio. Trabajo para una revista de pesca – explicó Juanlu.
– Pues como pescador tampoco ye nada del otro mundo… – observó el paisano, muerto de risa. – Eso sí, le da mucho a la bici. De hecho, creo que fue a montar ahora, compró una bicicleta nueva y anda como lloco con ella.
– Ah, perfecto. ¿Y sabe por dónde estará, más o menos…? – inquirió el becario.
– No, no lo sé. Espérelo sino en su casa…
– Ya…
– Suerte, amigo – le deseó el paisano. – ¡Coño, aquella ye grande! – exclamó, extendiendo el esguileru hacia la base de una gran roca.
– Gracias – agradeció Juanlu, despidiéndose.
Volvió al coche, y se puso a dar vueltas por el pueblo. Imaginó que, si recorría la zona lo suficiente, acabaría encontrando al ciclista-pescador. No podía ser tan complicado. Volvió al pueblo, recorrió la Nacional 632 desde Berbes hasta El Barrigón, se metió por caminos de cabras envueltos por espléndidos prados verdemar, subió hasta el mirador del Fito… Pero ni rastro del suscriptor nº 1 de El Pescador.
Regresó a la nacional, y terminó en un pueblo llamado La Isla, donde bajó a preguntar en un par de bares. Nada. Desalentado, decidió ir a su casa, y esperarle allí. Pero volvía al coche cuando advirtió un gran cuadro a la puerta de un bonito edificio azul, y le pareció leer “Gregorio Maceda” en un cartelón junto a la puerta. Se acercó para echar un vistazo, y efectivamente. “Paisajes”, exposición de pintura y fotografía del Centro Sociocultural “La Escuelina”. El autor de los cuadros era Gregorio. “Manda cojones”, pensó Juanlu.
De vuelta a Caravia, paró en un restaurante llamado “Carrales”, y pidió alguna cosa ligera para comer. Ya que estaba, prosiguió allí su investigación sobre el misterioso Gregorio.
– ¿Usted no conocerá a un tal Gregorio Maceda? – le preguntó al camarero mientras este le servía escalopines al cabrales como para un regimiento.
– Claro que le conozco – contestó el tipo, que sin siquiera amago de ampliar su respuesta, le dio la espalda y se fue.
“Un tío encantador”, pensó Juanlu sacudiendo la cabeza, y comenzando su particular batalla gastronómica. Tuvo que desabrocharse el cinturón para poder terminar (fartura, lo llaman allí).
– ¿Qué quiere de segundo? – le preguntó al cabo de un rato el camarero encantador. Juanlu rió, pero enseguida recuperó la compostura al ver que el otro hablaba en serio.
– Nada, nada, la cuenta por favor… – murmuró. – Por cierto, estoy buscando a Gregorio, y no está en su casa – comenzó a explicar, el otro mirándole con desinterés. – Usted no sabrá dónde puedo encontrarle…
– No – contestó el camarero como si fuese un suplicio articular esos dos fonemas. Y se largó.
Juanlu decidió no preguntar allí ni una cosa más, no fuesen a arrancarle la cabeza por fisgón. Sin embargo, un tipo elegante y delgado que comía unas fabes en la mesa de al lado se dirigió amablemente a él.
– Yo conozco a Gregorio – afirmó. – ¿Por qué le busca?
– He venido a entregarle un premio.
– ¿De qué? – preguntó impresionado el tipo.
– De pesca. ¿Usted sabe dónde puedo dar con él?
– No es fácil encontrarle. Por aquí viene bastante, pero… Pesca, sale en bici, corre por la playa… Últimamente hasta canta en el coro de la iglesia y lleva la virgen en las procesiones. ¡Ah! Y mañana va a dar una conferencia sobre historia. ¿Un premio de pesca dice usted…?
– Sí, ¿historia…? – se extrañó Juanlu. – He visto los paisajes, en La isla… – afirmó.
– Sí, eso también – concedió el tipo sonriendo.
– En fin, tendré que esperarle en su casa – concluyó nuestro protagonista. – No puedo irme sin entregarle el premio.
– A veces toma un vino en el hostal antes de cenar. Quizá le veas por allí…
Contento con esta nueva información, y abrumado por la figura de Gregorio, Juanlu decidió dar un paseo por el pueblo para hacer tiempo y bajar de paso los escalopines. Después de una hora de idas y venidas por caminos de tierra, entre eucaliptos y sonidos de cencerros, decidió sentarse en un banco en La Rotella, para descansar un poco, e interceptar de paso a Gregorio si pasaba por allí camino de casa. Entretanto, sacó el móvil y se distrajo mirando el correo.
De pronto, vio a un paisano mayor aproximándose en bicicleta y le dio un vuelco el corazón.
– ¡Disculpe! – le abordó, levantando las manos. El tipo frenó como pudo. – Perdone, pero ¿es usted Gregorio?
– No hijo, no. Soy Avelino – contestó amablemente el paisano, aprovechando para dar un trago al bidón de agua. – ¿Gregorio Maceda? (Juanlu asintió). Ayer salí con él, precisamente.
– ¿En bici? – inquirió Juanlu.
– No, a navegar – corrigió. – Salimos en el velero de Luisón, anduvimos por ahí toda la tarde…
– Entiendo… – Juanlu estaba alucinado.
– ¿Qué hizo? – indagó Avelino, formulando la misma pregunta que el pescador de quisquillas.
– Nada, suscribirse a una revista hace muchos años – aclaró Juanlu. – Le traigo un premio honorífico.
– Si le buscas, luego tomaré un vino con él en el hostal – afirmó, colocando ya el pie en el pedal.
– Claro, ¿sabe a qué hora, más o menos?
– ¡Con Gregorio nunca se sabe! – dijo Avelino reanudando su marcha.
El becario llegó pronto al hostal, sobre las 7:30 de la tarde. En la barra había un paisano tomando un chato de vino, y al fondo, sentado, otro tipo leyendo el periódico.
– ¿Qué desea? – le preguntó el camarero, este con más simpatía que el de Carrales.
– Eh… una cerveza, por favor – contestó Juanlu, mirando de reojo al de la barra.
En la televisión ponían un Caudal-Gijón Industrial, que nuestro Juanlu no tuvo más remedio que tragarse entero. Resultado final: empate a cero.
Hojeaba la prensa cuando, sobre las 8:30, entró un tipo muy alto, que apoyó el codo en la barra, dándole la espalda. “Gregorio, qué te pongo”, dijo el camarero amistosamente. ¡Ahí estaba, por fin!
Aunque no podía verle la cara, Juanlu percibió enseguida que Gregorio infundía admiración y respeto. Pidió un vino y entabló conversación con el tipo de la barra. El que leía el periódico rápidamente se unió a ellos. Poco después entró por la puerta Avelino.
– Hombre, guaje – exclamó, dirigiéndose a Juanlu. – Aquí lo tienes – informó, señalando a Gregorio. – ¿Ya os conocéis?
Gregorio se dio la vuelta y a Juanlu le entraron sudores fríos. Postergar tanto el encuentro le había dado una dimensión casi sideral.
– Hola, Don Gregorio – musitó.
El tipo se conservaba bien, no aparentaba 65. Tenía ojos profundos, inteligentes, y gesto serio. Juanlu esperó largos segundos a obtener de él una respuesta.
– Gregorio, por favor – dijo finalmente, cordial. – Don Gregorio era mi abuelo. Sentémonos – ofreció, señalando una mesa cercana.
Juanlu tenía la impresión de estar dirigiéndose al Papa, o al Presidente de los Estados Unidos. La fama de Gregorio había aumentado exponencialmente a lo largo de las últimas horas y su leyenda se había agigantado en la mente de Juanlu.
– Me llamo Juan Luis, trabajo para El Pescador, la revista – comenzó a explicarse.
– ¿Y estás contento? – preguntó Gregorio.
– Eh… sí – balbució Juanlu. No esperaba la pregunta. – El caso es que se le otorga un premio, por ser nuestro más antiguo suscriptor.
El becario sacó de la bolsa el trofeo, el cual Gregorio recibió mirando en compadreo a los vecinos del pueblo, que aguantaban la risa como podían.
– ¿Es un atún? – dudó Gregorio.
– Sí – confirmó Juanlu. – Y esto es un vale para cenar en Cudillero – y le hizo entrega del correspondiente cupón. – Tienen buen pescado. Le gustará.
La reacción esta vez fue distinta, apreciando el personal el obsequio con un murmullo de admiración.
– Mira, esto ya me gusta más – comentó Gregorio. – ¿Y por qué no lo habéis enviado por correo?
De nuevo llegó un cuchicheo socarrón desde la barra.
– La dirección de la revista pensó que dárselo en persona sería más adecuado. Es usted un cliente muy importante.
– ¿Tú eres la dirección de la revista? – preguntó Gregorio, jugando.
– No, no… bueno… yo no… me refería a… – Juanlu rompió a sudar como un pollastre.
– ¿Tienes calor, Juan Luis? – bromeó Gregorio. – Ponle otra cerveza a este chico, Ramón, haz el favor. Que ha venido desde Oviedo expresamente a darme este salmón. O atún, atún…
Los ánimos de Juanlu se fueron calmando con esa segunda birra, que degustó tranquilamente en compañía de Gregorio y los demás. De hecho, la reunión devino en una animada charla sobre fútbol, mujeres, y cómo conseguir que “no te toquen los cojones”, en general.
Siguieron otras dos cervezas y un par de vinos blancos para Juanlu, que disfrutó muchísimo la tertulia, llegando incluso a arrancar unas risas a los presentes con algunos chistes de pescadores que conocía. En definitiva, acabó agarrando una media cogorza muy gratificante.
– Gregorio, ¿me permite una pregunta? – se aventuró cuando creyó haber adquirido una cierta confianza.
– Adelante, Juan Luis – contestó Gregorio, fingiendo un aire solemne.
Juanlu no sabía cómo enfocar exactamente la cuestión.
– ¿Cómo lleva la jubilación, o sea, está… menos ocupado que antes? – fue lo que acertó a decir.
Gregorio le miró afectuosamente.
– Estos días son tranquilos, Juanlu – afirmó, pagando la cuenta e invitando al becario. – Lo duro será cuando lleguen mis nietas, y no tenga tiempo ni para leer El Pescador…