Romance de fin de semana

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El reencuentro es como un flechazo. Los abrazos y los besos se suceden con pasión, atropelladamente. No se sabe quién tiene más nervios. Ella es tan preciosa que no puedes dejar de contemplarla. Tú, en sus ojos, eres Superman.

Después de la euforia inicial, viene la intimidad. Una peli que compartís entre miradas silenciosas, cogiéndoos de la mano. La paz espiritual te invade como si te la hubiesen inyectado directamente en las venas.

A la mañana siguiente te sabes afortunado cuando es ella la que te despierta, lanzándose en plancha sobre ti. Qué burra es… Te coge los pantalones y te los trae para que la acompañes a la cocina “inmediatamente”. No te deja ni entrar solo al baño. “Yo no tengo cola”, te dice, bajándose los pantalones.

Desayunáis juntos, por supuesto. Ella se sienta encima de ti y se come muy seria su tostada. Y te hace un millón de preguntas. ¿Y por qué papá? Todo son “porqués”. “¿Por qué? ¿Por qué?… ¿Por qué, papá…?”. Sabes que te quedarás sin respuestas tarde o temprano. Pero de momento es divertido.

Después toca cambiarse. Ya sabe ella que antes de elegir las braguitas de Frozen, la vas a lanzar como si fuera un cohete a la cama. Al aterrizar suelta un pedo y una carcajada que te quita 30 años de encima. De pronto eres un niño jugando con su niña.

Luego vienen los paseos, las carreras en el parque, las fotos. Ver su sonrisa es como recuperar la fe. Incluso cuando se enfada tiene gracia. Todo lo que hace te enloquece.

La llevas en brazos a casa, con la cabeza apoyada en tu hombro. Agotadina. Menuda siesta vamos a echar…

Ya la oíste decir antes, imitándote, que tú eres “su chico”. Y poco antes de dormir te abraza, y te dice “te teo, papá”.

Constatas entonces que estás profundamente enamorado.