Lección de filosofía

La intuición empírica es la que se refiere a un objeto, pero por medio de la sensación. Nada podemos saber de la cosa en sí. Su realidad es un noúmeno no alcanzable. Kant.

No me entero de nada, joder. Y llego tarde. Me cago en todos los padres de la EMT, o de Autoperiferia, o la que sea. Mira que convocar una huelga precisamente hoy, cojones. Examen de filosofía, me queda un tercio por mirar, estoy a 10 kilómetros de la facultad, y no pasa ni un puto autobús…

Estudio con el brazo extendido y el dedo gordo levantado. Bueno, estudio… leo, más bien. Miro. Venga coño, ¿también hay huelga de turismos?… Método socrático. Reflexión, razonamiento. Preguntas y más preguntas. Platón fue discípulo de Sócrates y Aristóteles, de Platón. Este defendía la existencia de dos mundos, el mundo del ser y el mundo de la mera apariencia. Para Aristóteles, es todo lo mismo. La esencia está unida a la materia. Bien, eso está claro. El resto es soltar el rollo.

Mira, ahí para uno. Madre mía, qué chatarra de coche… Venga, monta. Déjate de hostias que no llegas.

–          Hola, buenos días. – saludo.

–          Muy buenas, compañero – me responde un tipo milenario, pero muy vital. – ¿A dónde diriges tus pasos?

–          A la universidad, ¿va para el pueblo? – le pregunto.

–          Hombre por Dios… – contesta, enérgico. – Creo que no. Pero te llevo.

Tardo en contestar, sus palabras me pillan desprevenido. “Gracias”, murmuro. El caso es que me lleva. Una acción es razonable si y solo si sirve para alcanzar las propios deseos. Hume. Suspensión de juicio: emitir exclusivamente opiniones. Todo es subjetivo. Es razonable meterme en este coche, porque alcanzaré mi objetivo de llegar al puto examen. No juzgo al tipo, solo le observo y llego a una conclusión subjetiva: es peculiar.

–          ¿Qué lees, compañero? – me pregunta, sonriendo. En la radio ponen música Country.

–          Tengo un examen ahora. Y me faltan cosas por mirar…

–          Comprendo lo que dices, ayer seguramente te masturbabas en lugar de estudiar. – y suelta una sonora carcajada. – Si no fuese por esta polla que nos cuelga seríamos todos catedráticos, ¿eh?

Río con él porque es cierto, al menos la primera parte. Me tomo un momento para analizarle, y de inmediato siento por él un singular aprecio. Es calvo, pero el pelillo de atrás le termina en una melena blanca. Viste bermudas y una camisa hawaiana de tonos beige. Calza chanclas, y oculta sus ojos tras unos anteojos oscuros y redondos. Tendrá una pila de años, pero no me aventuro a dar una cifra. En definitiva, parece que ha comprado el disfraz completo de viejo chiflado, coche incluido.

Buena conducta, buen gobierno, tradición, estudio, meditación. Armonía. Se podía haber acabado todo con Confucio. Mejor para la Humanidad y para mi carrera… Del retrovisor cuelga una pequeña piedra atada a una cuerda. En ella se lee “Laura”.

–          ¿Laura es su mujer? – me aventuro a preguntarle.

–          Oh, no… Ni mucho menos, compañero. – me contesta. Y sigue conduciendo, sin intención alguna de ampliar su respuesta.

–          ¿Una amante? – insisto.

–          Bueno, le pedí matrimonio en el 68 – afirma, sin quitar la vista de la carretera. – Pero me dijo que no. – Y vuelve a reír, el jodío.

¿Lleva colgado el recordatorio de un fracaso? ¿La conmemoración de un intento? Qué decía Sartre… La existencia precede a la esencia. O sea, nuestra vida constituye nuestra verdadera esencia. Somos lo que hacemos. Miro a mi alrededor. El coche está plagado de objetos de todo tipo. Una muñeca pegada con una ventosa al cristal delantero, pegatinas, banderas, fotos, un bloc de dibujo, mapas de territorios exóticos.

Hago un repaso de los últimos autores, sin mucho interés. Hegel, la contradicción. La contradicción es la raíz de todo movimiento, solamente aquello que encierra una contradicción se mueve.

–          Es muy amable por acercarme, se lo agradezco. ¿Usted dónde va?

–          No tengo la más remota idea, compañero. ¿Cómo voy a saberlo hasta que no llegue allí? – responde, y se quita los anteojos para mirarme fijamente. Tiene los ojos claros. – ¿Tú dónde vas?

–          Eh… Se lo he dicho. A la universidad.

–          No, no, no… ¿DÓNDE vas? ¿Entiendes? Dónde, compañero… – y se pone de nuevo sus gafas de John Lennon.

Joder, este tío está loco. No entiendo una palabra de lo que dice, pero lo dejaría todo y me iría con él al fin del mundo. ¿Qué acabo de decir?… Ojo, vuelve al ataque.

–          ¿Qué llevas ahí? ¿Artes, ciencias?

–          Filosofía.

–          ¡Vaya!

–          Aquí en la rotonda gire a la izquierda – le indico.

–          Filósofo, ¿eh? ¿Y qué aprendes, compañero?

–          Pues mire, a no admitir nada como verdadero, a dudar de todo. ¿Qué le parece? Lo decía Descartes. – le digo, mostrándole mis apuntes.

–          ¿Ese montón de ladrillos es tu universidad? – inquiere, señalando a través de la luna delantera.

Efectivamente, ya estamos. Le doy las gracias y le veo marchar en su destartalado vehículo. Por alguna razón, ya no tengo prisa.

“Dios ha muerto. Nosotros le hemos matado. Se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿No es la enormidad de este hecho demasiado grande para los hombres?”

Ha desaparecido mi impaciencia. He cogido las riendas de mi destino. Soy poderoso, por primera vez consciente de mí mismo. No hay nada por encima de mi criterio. Me he convertido en el Superhombre de Nietzsche. Río, como el viejo loco, y recuerdo sus últimas palabras de camino a la partida de mus en la cafetería.

Encuentra tu sitio, compañero. Y recuerda, solo hay una verdad irrefutable: si los gilipollas volaran, no veríamos el sol.

No encuentro en mi temario un principio más certero.

Recuerdos

Y mi padre me abrazó, arqueando la espalda para protegerme del granizo que empezaba a caer sobre nuestras cabezas, como si nos hubiese pillado en campo abierto una carga de proyectiles blancos. Me llevó en volandas hasta la FNAC, recibiendo los impactos en la espalda y la coronilla. Cuando por fin me dejó en el suelo, ya bajo techo, me guiñó un ojo. Estábamos a salvo.

Había ocurrido hacía muchos años, pero lo recordaba perfectamente, y lo visualicé nada más entrar en la tienda de Callao, la misma que nos había resguardado aquella vez. Había quedado allí con mi mujer y mi hija para hacer unas compras.

Paseaba por la sección de Bandas Sonoras, echando una ojeada. O más bien las esperaba sin prestarles la más mínima atención a los CDs que pasaban por mis manos. Dejándome atrapar por desordenados recuerdos, en un ejercicio atropellado de revisión autobiográfica. Una raqueta de tenis de madera, un paisano escanciando sidra, el suelo lleno de cáscaras de cacahuete y de serrín. Un baile en una boda. El transistor para seguir la liga. Un golpe con el coche. Un piano.

Deambulaba por los pasillos con el piloto automático. Pop-Rock Nacional, Música Clásica, Blues. Mi mente estaba lejos de allí y mis pies se movían con vida propia. Sin planearlo llegué al pasillo de Hip-Hop y tropecé con un chaval de pantalones caídos que bailaba en un puesto de escucha. “Perdona”, le dije enseguida, levantando la mano. Pero me miró con desprecio, y sin quitarse los cascos, dijo: “Capullo…”

Serás tontolaba, pajillero inmundo. Cómo que capullo, te he pedido perdón, ¿no me has oído? Me disponía a tener con él unas palabras, cuando llegó Carmen, mi mujer, con su eterna sonrisa. Y cogida de la mano traía a la nena. Mis mujeres… Las besé a las dos, e inmediatamente olvidé al carapijo de los auriculares. Su presencia tiene ese efecto, difumina al elenco de actores secundarios. Viven ambas bajo la luz de un foco que las convierte en el único personaje de mi particular función. “Mira papá”, me dijo Martina, enseñándome una piruleta de colores. La cogí en brazos y fuimos a la sección de Flamenco.

Buscábamos un disco para mi madre. Antonio Carmona, Raimundo Amador, Estrella Morente… “¿Esto le va a gustar a la abuela?”, le pregunté a Martina, cogiendo uno de Paco de Lucía. Ella, muy seria, negó con la cabeza. Fuera entonces. “¿Dónde nos vas a llevar a comer, niño?”, me preguntó Carmen. “Dónde yo quiera”, dije, y fingí una carcajada maligna. Mi hija, que es un público agradecido, rio conmigo. ¡MUA-JA-JA!

Al final cogimos Duendeando, de recopilaciones, y fuimos al mostrador a pagar. En la cola, delante de nosotros, había una pareja de unos sesenta o sesenta y pocos, con muy buena pinta. Él le susurró algo al oído, y ella dejó escapar una risilla traviesa. Me hizo gracia, a saber qué le habría dicho… Me pregunté entonces, contemplándola en silencio, cómo será nuestra hija cuando nosotros pasemos de los sesenta. Cómo seremos nosotros. ¿Susurraré obscenidades al oído de mi señora? ¿Haremos el amor? ¿Iré por ahí hasta el culo de Viagra?…

Bajábamos las escaleras mecánicas hacia el vestíbulo, cuando reparé en una anciana que subía. Le ayudaba una chica joven. Al cruzarnos me miró a los ojos, y me impactó su infinita tristeza. Incluso con mis chicas de la mano, el foco de mi escenario cambió por un momento de actriz y se posó en aquella mujer, en su mirada. Penetrante, melancólica. Marchita.

“Combatir la soledad con el recuerdo”, me vino a la mente. Por qué esa frase de pronto, lo desconozco. ¿Es capaz esa anciana de jugar a juntar recuerdos, como hacía yo en la sección de Bandas Sonoras? ¿Espanta la ausencia rodeándose de imágenes de los que ya no están? O, por no sufrir, evita recordar…

Llegamos por fin a la planta baja, y nos disponíamos a salir, cuando Martina ahogó un grito de sorpresa, mirando a través de la puerta principal.

Fuera granizaba.

El hombre perfecto

Iba en el metro el otro día, leyendo una de las historias de la Berlín Noir de Philip Kerr, cuando reparé en un tipo que iba sentado frente a mí. Era un chaval joven, tendría veintimuchos. Vestía pantalones cortos, camiseta y zapatillas de deporte. Tenía el pelo rubio, y… bueno, qué cojones. Era guapo.

El caso es que me llamó la atención todo su atrezo. Aparte de su disfraz de deportista, entre sus piernas había una mochila de la que sobresalían el mango de una raqueta y una rosa roja. Y en sus manos sostenía un libro de Lord Byron. El “Don Juan”, concretamente.

Así que, sin necesidad de forzar mi capacidad deductiva, concluí que me encontraba ante un joven deportista, detallista y romántico. Venía de jugar al tenis leyendo poemas, y le llevaba una flor a su amada. Era un tenista-cultureta, un fornido intelectual enamorado. El líder de una estirpe de tiernos gladiadores. Mens sana in corpore sana.

Intentaba (naturalmente) encontrar su punto débil, cuando noté que miraba fijamente a una señorita muy guapa, sentada un par de asientos a mi izquierda. Vaya, con Don romántico… No hay duda, pensé, le está clavando su lujuriosa mirada entre las piernas. Sonreí aliviado, y volvía a mi lectura, cuando vi cómo se levantaba para recoger un objeto del suelo, junto al zapato de la joven. Era un pequeño espejo.

–          Toma, se te ha caído. – le dijo amablemente. Y sonrió, cegándonos a todos con su colección de dientes luminosos. 

Hay que joderse… Por si no había llamado lo suficiente la atención, al volver a su sitio se le cayó del bolsillo un paquete de condones. ¡Lo juro, es verídico! Llevaba encima diez preservativos de sabores, el muy golfo. Talla XL, por supuesto…

Sin demora, puse mi mente a trabajar, y enseguida llegué a una reconfortante conclusión: ¡esto desmontaba por completo su imagen de galán! Lo único que pretendía con esa rosa que llevaba en la mochila era meter en caliente su gordo miembro, luego ya no era tan romántico como pensábamos. ¡Ja! Te he desenmascarado, amigo mío… Como podéis suponer, era el único en todo el vagón pensando esto. Las mujeres se lo comían con la mirada, algunas incluso le dedicaban gestos obscenos. Y los hombres, hundidos, negaban con la cabeza, dando por perdida cualquier comparación con Gustavo Adolfo “Boris” Becker de la Gran Verga.  

Al cabo de un rato, guardó el libro en la mochila y sacó unos auriculares. Los conectó al móvil, pero no llegó a introducir bien la clavija (qué casualidad) y durante unos segundos nos obsequió “accidentalmente” con un aria de Rigoletto. Vete a tomar por culo ya, hombre… ¡Quién escucha ópera en el metro! Solo le faltaba sacar una guitarra de esa mochila suya y tocar el Concierto de Aranjuez o abrir la cartera y enseñarnos a todos su carnet de activista de Greenpeace.

Cuando por fin llegamos a su parada, los hombres le despreciábamos sin ningún disimulo. Sí, anda, coge tus bártulos y lárgate, que nos estás poniendo de una hostia… Pero cuando empezó a caminar, noté algo raro. Una especie de balanceo. Espérate un momento… ¿Cojeaba? No podía creerlo. ¡El hombre perfecto cojeaba! Las mujeres, primero confundidas, se fueron poco a poco deshinchando. Y nosotros, nerviosos, confirmábamos con la mirada la gran noticia. 

–          Es cojo, vosotros también lo veis, ¿no?

–          Sí, sí. Es cojo de cojones…

Y sonreíamos en camaradería. Algunos incluso cerraban el puño a modo de celebración. ¡Vamos!

Personalmente, no puedo negar que mi primera reacción fue de puro placer. Disfruté con ese repertorio de mujeres decepcionadas, que trataban de olvidarle enterrando la mirada en sus móviles, algunas con lágrimas en los ojos.

Sin embargo, admito que después, según lo fui asimilando, comencé a sentir lástima por el tipo. Al fin y al cabo, no era más que un pobre tullido…

En fin, Phillip Kerr, ¿por dónde iba?…

Ruido

Son tiempos oscuros para la lucidez. Transitamos un desierto de indefinición, donde las ideas y la auténtica comunicación son solo recuerdos lejanos. Nos damos mensajes carentes de contenido, palabras engalanadas pero huecas. La fachada lo es todo, muerte al argumento. Eleva tu voz por encima de las demás y vencerás. Creo que te llegué a ver en alta definición, hasta que empezó la nieve de nuestro ego y el sonido se perdió en el ruido.  

Se trata de una incapacidad para entenderse y transmitir, una especie de ceguera. Cuando llevas las gafas del revés todo lo que ves es tu propio reflejo. De pronto somos el departamento de marketing de nuestra conducta. No importa la verdad, solo la percepción. Sientes la necesidad de dejar una impresión en los demás y traicionarte a ti mismo. Dices tu eslogan y ríes sin ganas. Hablamos sin escucharnos. Mentimos, sin excepción.

El ruido es una perturbación que impide que la información llegue al destinatario con claridad. Por lo tanto, no dar información es hacer ruido. Y no dice nada de ti lo abarrotadas que estén tus vitrinas. Tus trofeos no importan, nunca importaron. Se te conocía más por tus miedos antes que ahora por tus virtudes. Quieres ser especial, pero al final tu voz se desvanece en el ruido.  

Contamos ficciones, fascinantes aventuras de lo infalibles que somos. O eso nos esforzamos en proyectar. Te avala lo cerca que parezcas estar de la perfección. Una vez quede eso claro, tu conciencia estará tranquila. El trabajo hecho. Llegarás a ser el individuo idealizado que brille en los ojos de tu interlocutor.

Tu vida es una postal, una foto de tu mejor momento. Mientras, la versión larga, el libro del que rescribías párrafos enteros en compañía de los tuyos, coge polvo en el desván. Ya no sabes lo que es una confidencia. Desconoces la intimidad, y la vulnerabilidad a la que conduce. Solo buscas el camino más corto a la auto-veneración. Prueba a pasar un día entero sin decir “yo”. No sabrás.      

Has hecho de encubrir tu naturaleza una rutina. La vida te sorprende una y otra vez preparando tu gran discurso, juntando frases que digan de ti lo que se espera. Se te va el día cultivando tu imagen. Tu esencia es un concepto voluble que manejas con maestría. Tu identidad es negociable, solo perdura hasta que cambien los vientos del veredicto ajeno.    

Sigues haciendo ruido.